Los Juegos Olímpicos de Atenas se enfrentarán apenas en un mes a numerosos desafíos, entre los cuales no hay otro más preocupante que el insano estado del deporte. El dopaje se ha convertido en una lacra que amenaza la supervivencia misma de la competición. Llegará el día en que la falta de credibilidad, el rechazo social, el desinterés comercial por patrocinar algo que se revela esencialmente fraudulento acabe con la ficción actual. Los abundantes escándalos de los últimos meses confirman que en la alta competición el primer interés es mentir y sacar ventaja a los rivales. El círculo es infernal. En los corrillos de los grandes deportes profesionales ya no se señala con el dedo a los reos o sospechosos de dopaje, sino a la escasa raza de los que no se drogan. Se les tiene por majaderos: nunca ganarán nada. Y es cierto, están condenados a la derrota. Es el deporte al revés: el triunfo de la trampa, de lo sórdido, de lo mafioso.
La crisis alcanza cotas insuperables. Las revelaciones del caso Balco -el laboratorio que producía y suministraba el indetectable anabolizante THG a varios de los mejores atletas del mundo- han puesto al atletismo en el umbral de mínima credibilidad. Entre los encausados figuran estrellas como el estadounidense Tim Montgomery, récord mundial de 100 metros, y numerosos atletas que han participado en las pruebas de selección del equipo olímpico norteamericano. La certeza de su fraude no les ha impedido competir, amparados en la defensa de sus derechos civiles frente a las leyes deportivas. Al catálogo de pésimas noticias se añade ahora la publicación de un libro que acusa a Lance Armstrong de doparse, acusación refrendada por su compatriota Greg LeMond, tres veces ganador del Tour.
En este ambiente fétido, a las autoridades políticas les corresponde el papel de garantizar al máximo la limpieza en el juego, y en el peor de los casos, no colaborar con la trampa y la mentira. En demasiadas ocasiones los Gobiernos han encontrado en el deporte una vía propagandística que ha generado efectos indeseables. El crecimiento del deporte, y muy significativamente del deporte profesional, se debe en gran parte a las sustanciosas contribuciones del Estado. Lo último que puede esperarse de la cosa pública es la financiación de la trampa y la ilegalidad.
España no se ha ganado un buen nombre en la lucha contra el dopaje. Se le tiene por un país permisivo, casi consentidor. El nuevo Gobierno lo sabe y ha decidido actuar con rapidez. En otoño se desvelará un plan que pasará fundamentalmente por la creación de una agencia nacional antidopaje -necesaria para agilizar los interminables procesos legales y administrativos-, la inclusión en causas penales de los distribuidores y traficantes de sustancias prohibidas, según el modelo francés, y la colaboración con otras instancias del Estado para acabar con la sencilla adquisición en las farmacias de productos prohibidos en el deporte. Se pretende, en definitiva, la tolerancia cero. Ya era hora.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 19 de julio de 2004