Estoy hasta las narices de este país de ludópatas, donde todo el mundo se pasa la vida apostando. Y no me refiero ahora al auge de los juegos de azar, sino a la fiebre que nos devora: apuestan los empresarios, los periodistas, los profesores y los sindicalistas. Apuestan los políticos (éstos, los que más), los obispos, los ingenieros y los médicos; apuestan también los equipos de fútbol y otros colectivos (siempre colectivos, porque ya no hay grupos, ¿saben?), apuestan las amas de casa y los escolares al empezar el curso. Por apostar, apuestan incluso las cadenas de televisión, los directores de museos, los escritores, los coleccionistas de sellos y los fabricantes de armas. Vamos, que quien no apuesta es un inútil, una lacra social, un extraterrestre, una desdicha para los suyos.
Apostar es importante; qué digo, es vital, y pronto se descubrirá que el motor del Universo es una apuesta entre partículas elementales. A fin de cuentas, ¿que es la teoría de la evolución sino una explicación científica de las apuestas entre las especies biológicas?
Pero no crean que esto es todo, pues unos pocos iluminados han comprendido al fin que apostar, apostar a secas, sólo es el primer paso en el camino de la perfección; el segundo es hacer "apuestas de futuro" (con las apuestas de pasado todavía no se atreven, pero ya verán, ya...). Como diría mi abuelo, ¡esto es la leche! Porque él y la gente de su época apostaban sólo cuando echaban la partida en la taberna y poco más, y el tiempo que no perdían con palabrería hueca lo dedicaban a elegir, escoger, decidir, preferir, designar, entresacar, seleccionar, distinguir... No eran tan modernos como nosotros, pero yo creo que, apostando sólo lo justo, se tomaban las cosas más en serio, se aburrían menos y se entendían mejor. ¿Se apuestan algo?
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 25 de julio de 2004