Se ha dicho y repetido y hay que volverlo a decir: en la amplia y soleada institución de la novelística española, la incorporación de nuevos autores debería modificar, de alguna manera, el régimen de autocomplacencia literaria en que vivimos; sin embargo, simplemente se añaden a la lista de socios, sin que su ingreso suponga ninguna alteración del campo de maniobras. Esto produce la sensación de hallarnos ante un organismo paralizado por la dinámica que debería ponerla en marcha. Contribuye a este estado de cosas, me parece, la renuncia de los nuevos autores al riesgo y a la investigación de sus materiales, o dicho de otro modo, a aceptar, como dijo Bolaño en alguna ocasión, que la literatura es una máquina acorazada que no se preocupa de los escritores. Muy al contrario, lo que hemos dado en llamar novelística española es más bien una madre nutricia que acoge generosamente a sus nuevos vástagos, y de ellos se alimenta como si se tratara de los nutrientes necesarios para permanecer igual a sí misma. O sea, para que no pase nada, y así la realidad, la memoria y el conocimiento sigan siendo abstracciones, no el requerimiento de un sentido donde la palabra funda su secreto y nuestra desazón.
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Sea como fuere, lo cierto es que la lectura continuada de nuevas novelas ofrece un panorama bastante inquietante. La primera alarma que suscitan es que son ejercicios banales, prescindibles; la segunda, que su persistente pobreza amenaza con invalidar la novela en los próximos años, si estos nuevos autores son los escritores del mañana; la tercera, que no habrá lectores que apelen a su autoridad, porque ya no habrá nuevas novelas que leer: habrá libros etiquetados bajo el género de ficción, no novelas. La cuarta -hay más, pero hay que terminar- es que todo esto importa poco; en el actual estado de monotonía y mimetismo, la profecía es tan irrelevante como la queja.
De las cuatro obras que hoy concurren en esta sección, sólo la de Fernando Sánchez Pintado, Un tren puede ocultar a otro, legitima la novela y merece una mención aparte. La novela de César Rufino (Sevilla, 1965), Títeres sin cabeza, que contiene algunas páginas sin duda ingeniosas, está compuesta, sin embargo, sometida a una concepción tan arbitraria de la estructura y del tiempo narrativo, y sucede en un tiempo futuro tan disparatado, que sólo sus dosis de humor la hacen tolerable. Del humor, principio activo de la novela, se dice que es la "única particularidad que sublima a las bestias humanas a la categoría de personas". Y no cabe duda de que César Rufino es un buen humorista, además de un buen urdidor de amables aforismos con un efecto vagamente liberador. Un ejemplo: "Las iglesias están llenas de personas que faltaron a clase el día en que se explicaron los adversativos y los términos de comparación". He aquí otro: "Creer es demasiado fácil, barato y reconfortante como para tener sentido". La novela está empedrada de agudezas de este tipo, y se podría hacer una excelente antología de felices hallazgos. Pero le falta consistencia: el argumento -una campaña publicitaria con visos de conspiración alienígena- es un chiste alargado, los personajes son soportes para la caricatura, y en general, como su título, la novela está descabezada, se mueve en distintos registros, desde la parodia de la ciencia-ficción hasta la adaptación burlesca a los procedimientos del realismo mágico, con castigos divinos que se concretan en una plaga de toros, el don de ripios o un diluvio de pollos. Estas graciosas maldiciones suceden en la niñez de la suegra del protagonista, y no tienen nada que ver con el argumento. Pero es que las tres cuartas partes de lo que aquí se cuenta nada tiene que ver con la novela. Aunque tal vez sí, y mucho, con los títeres.
Aún puedo oler su cuerpo, de Daniel de Lima (Madrid, 1965), se articula a través de una voz desolada que, en el umbral de una muerte decidida voluntariamente, enhebra recuerdos y se recoge en su dolor, sin por ello concertar la historia de su abatimiento, que queda envuelta en nieblas líricas y reflexiones metafísicas. La voz surge de un cuerpo tumbado en la hierba; sabemos que ha robado un coche, que ha tomado Transilium, que espera "no volver a soñar, no volver a pensar, no volver a creer". Se trata de una aflicción que no remonta más allá de la exposición de algunas sensaciones y miedos, donde se adivina el fracaso de un amor que le ha llevado a despedirse de todo. Más que una novela, Aún puedo oler su cuerpo es el embrión de una narración, una sucesión de apuntes. Sorprende que su autor se haya conformado con tan poco. No hay duda de que ha elegido un tema difícil: la ebullición de una memoria en los instantes que preceden a su desaparición. Pero aquí el tema se hace pretexto para bordear la raíz y no tocar nunca su núcleo.
De la novela De la sangre de un Dios -al parecer la primera parte de una trilogía-, de David Narganes (Córdoba, 1954), cabe inferir que su narrador se ha equivocado de siglo, al escribir en éste, y que de la época sobre la que escribe, el final del siglo XVIII, en un Madrid de cartón piedra, ha asimilado solamente la más pedestre moralina y esa convicción de tan altos vuelos que pone los buenos sentimientos como garantía de vida desgraciada, lo que sitúa a esta novela en el rango del culebrón. Por lo demás, comete auténticos descalabros, y no es el menor considerar que lo que el protagonista oye -"gemidos compasivos"- y lo que ve -"el parpadeo de cuatro velas"-, cuando aún es un bebé, le queda "para siempre en la memoria". Narganes cuenta la vida de un cómico, de turbia cuna, feo y deforme, con un estilo tan impostado de melodrama barato, que incluso hace constar la línea preceptiva del género: "La belleza no es lo importante en las personas. Lo que importan son los sentimientos". Se llega a la última página con un rubor muy intenso de vergüenza ajena.
Títeres sin cabeza. César Rufino. Algaida. Sevilla, 2004. 282 páginas. 16 euros. Aún puedo oler su cuerpo. Daniel de Lima. March Editor. Barcelona, 2004. 105 páginas. 11 euros. De la sangre de un Dios. David Narganes. Editora Regional de Extremadura. Mérida, 2004. 185 páginas. 12 euros.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 31 de julio de 2004