Ahora, en agosto, todos podemos ver cómo mejorarían nuestras vidas si el tráfico en nuestras ciudades disminuyera todo el año. Cualquiera puede verlo, todo está como más tranquilo, mucho mejor; hasta el carácter de la gente cambia. A muchos nos gustaría que esto durara todo el año, pero no será así. Porque -ley divina no escrita- todos los que usamos religiosamente el transporte público, los que no hacemos ruido ni contaminamos en nuestros desplazamientos, esos miles, millones, debemos aguantar a otros que en más del 50% de los casos usan el coche por capricho, que contaminan cada paso que dan, que hacen ruido y molestan a todos los demás con su egoísmo desaforado.
Hace treinta o cuarenta años el coche pudo representar un avance en la calidad de vida, pero ahora mismo es todo lo contrario.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 4 de agosto de 2004