¿QUIÉN SINO una mujer podría penetrar en el ánima -y no en el ánimo- del feroz Aquiles, el héroe malo frente al bueno de Héctor? Pero la Ilíada es una tragedia que acaba mal, no sólo porque los aqueos venzan a los troyanos, sino porque, por decirlo en nuestra concepción histórica progresista, una forma de organización más primitiva e injusta, entre la horda tribal y el feudalismo, se impone a otra más evolucionada, la del primer modelo de Ciudad-Estado. Tal cual, Aquiles y Héctor son, en efecto, los epítomes respectivos del valor salvaje y el razonable, aunque todavía, no obstante, en su fatal enfrentamiento, se podían admirar mutuamente, con el temerario respeto que da el conocimiento de causa. Por todo ello, cuando ambos son inmolados, la historia restante es ya el lamentable epígono de un preñado caballo de cartón, más o menos gigantesco...
Evidentemente simplifico una narración trenzada por mil hilos dorados, pero lo hago, conmovido, por la hermosa hebra atrapada por Elizabeth Cook para reconstruir, en forma novelada, su Aquiles (Turner), donde esta escritora británica contemporánea ha sabido descubrir la entraña femenina de este brutal e invencible combatiente, que no sólo abandona y vuelve al campo de batalla por despechos amorosos, sino al que, en su adolescencia, su madre Petis disfrazó como mujer para ocultarlo, con el nombre de Pirra, en la corte del rey Licomedes. Entre Deidamía, Briseira, Patroclo y Pentesilea, el talón de Aquiles parece sólo vulnerable a la pasión de Eros, proverbial flechador, aunque la mortal diana lograda por el amante Paris fuera dirigida por el resentido Apolo.
Ante la pira funeraria de Patroclo, Aquiles se corta su hermosa cabellera, gesto luego repetido por cada uno de los bravos mirmidones bajo su mando. El fuego hace arder de esta manera las crestas de los más valerosos guerreros de Ftía. En el último capítulo de su recreación romancesca, titulado Relevo, Elizabeth Cook evoca los últimos momentos de otro héroe, de soterrado espíritu femenino, el poeta Keats, no sólo también enardecido por el amor de Aquiles, sino que, habiendo escrito: "Leemos hermosas páginas pero nunca las sentimos del todo hasta que recorremos el mismo camino que el autor", se cortó un mechón en homenaje del heroico hijo de Peleo. "Es del mismo color que el cabello de Aquiles", imagina Cook, "aunque la mano que la sostiene puede ser más pequeña que la del gran Aquiles, está hecha de la misma forma, compuesta por el mismo número de pequeños huesos. Es movida por nervios similares. Alimentada por un corazón semejante". Veinticinco siglos después de Homero, la inmortalidad del legendario Aquiles sigue pendiendo, así, pues, de un cabello.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 7 de agosto de 2004