Yasir Arafat arrastra desde hace tiempo una progresiva falta de credibilidad. Por eso su reconocimiento ante el Parlamento de que él mismo y los dirigentes palestinos han cometido errores tiene el inconfundible aire de lo ya visto. No es la primera autocrítica del líder palestino, motivada esta vez por la grave crisis en Gaza ante una eventual retirada israelí. Hace un par de años ya se pronunció por reformas profundas y elecciones, sin que lo uno ni lo otro haya ocurrido.
Como superviviente por antonomasia -cuarenta años de dominio del movimiento palestino-, Arafat nunca entenderá cuándo es el momento de ceder el testigo. Quizá el mayor problema hoy en las filas palestinas sea que su presidente es incapaz de ceder a sus nominales primeros ministros -de mandatos tan breves como atormentados- cualquier iniciativa. La arbitrariedad y la corrupción enquistadas en la ANP alcanzaron el mes pasado masa crítica en la franja de Gaza, donde el desafío a Arafat tuvo rango de insurrección alimentada por la dimisión del primer ministro Qurei y el nepotismo en el nombramiento del jefe de seguridad de la zona.
Esperar ahora regeneración exige un acto de fe, incluso por parte de los propios parlamentarios, que le pedían ayer menos palabras y más hechos. El confinado líder palestino ha admitido culpas genéricas, pero sin avanzar medidas concretas ni soluciones al estado de desmembramiento de las instituciones. La mayor crisis desde que Arafat regresara hace diez años del exilio hunde sus raíces en la falta de esperanza de todo un pueblo, frustrado por la incapacidad de sus dirigentes para conseguir un Estado, mejorar sus insoportables condiciones de vida o asegurar el imperio de la ley frente a un creciente desorden.
La necesidad de un nuevo liderazgo palestino no puede ocultar el hecho decisivo de hasta qué punto sucesivos Gobiernos israelíes, y el de Ariel Sharon muy especialmente, han hecho lo imposible por dinamitar cualquier perspectiva de coexistencia. Desde librarse al asesinato de Estado como herramienta política hasta incumplir sistemáticamente sus compromisos internacionales o humillar a los palestinos, prisioneros o no, mediante una cadena de abusos impropios de un Estado que se considera democrático. La penúltima muestra de este ilimitado desprecio la acaba de dar Sharon al anunciar la construcción de un millar de viviendas para colonos en la Cisjordania ocupada, algo a lo que renunció formalmente en la fútil Hoja de Ruta.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 19 de agosto de 2004