Luce un sol espléndido, los pajaritos cantan, las nubes se lavantan... ¡Qué bello es gobernar pensando en el bien común! Y Jordi Sevilla sigue dando vueltas en el jardín. Parece que no le importan las cuitas del Gobierno. Él va a lo suyo. Con su cartera de viajante, su traje claro y su expresión tensa, como si se le hubieran hinchado los pies o los mondongos, Sevilla recorre la España plural manteniéndose prudentemente alejado de sus compañeros de Gobierno. Incluso en estos días veraniegos, entre el desenfado general, Sevilla viste traje y cartera reglamentaria, y por no perder la forma, da cada día varias vueltas al jardín, resoplando sus fatigas entre los pinos como un vendedor de seguros extraviado, vigilándome de reojo por si quiero cesarle. Yo creo que es eso: cree profundamente que estuvo a punto de no ser ministro y ahora teme que, en la primera crisis, me lo cargue.
-¡Qué aburrimiento! -digo a veces, sin malicia, como un sencillo español más a quien las vacaciones producen profundo aburrimiento en ocasiones. Pero Sevilla interpreta que mi aburrimiento puede derivar en deseo de cambio y crisis de Gobierno, y entonces acelera el paso en el jardín, y le cuenta a alguien una reforma estaturia.
-Se trata de transferir las prisiones, aunque los presos seguirían siendo del Estado, para evitar colusión de sinergias enfáticas en el choque protoconstitucional que inevitablemente fragmentaría el Senado en 100.000 protones locos, no sé si me explico.
Si en algún momento bostezo o levanto el bolígrafo en señal de firmar un cese, salta Sevilla al quite:
-¡Presidente! -salta Sevilla al quite-, ¡tengo la solución al Plan Ibarretxe! Para lo que tú necesitas, en tres tardes te la puedes aprender.
Seguramente, Sevilla utiliza las tardes como Sherezade utilizaba las noches: para ganar tiempo. Piensa Sevilla que asegurándose tres tardes aplaza su cese. Cuando vencieran las tres tardes, me propondría un estudio constitucional o un referéndum.
-¿Y si en lugar de tres tardes estudio cuatro?
-¡No, no! -Sevilla se pone nervioso y echa a corretear por el jardín arrastrando su maleta. Piensa que si estudio cuatro tardes sabré tanto como él, y entonces dejaría de ser imprescindible.
-Piensa, Jordi -le dije tras nombrarle ministro de Administraciones Públicas-, que vas a tener toda la autonomía que quieras.
-O sea, presidente, en confianza: que me coma yo los marrones, ¿no?
-Ecolicuá.
-Capisco.
-Trés bien.
-Merci.
-¡Sevilla, no me quieras ser superior en todo que te ceso!
-¡No, no! -y echó a andar, y hasta hoy.
-¡Venga, Sevilla, cuéntanos un chiste! -se meten con él a veces. Él me mira, suplicando que le dispense. Yo me hago el longuis, porque no va a ser siempre uno bueno, y tristemente Sevilla sale al centro del corro y sufre:
-Éste es Jaimito...
Y todo esto viene a cuento de que, anoche, tras la rigurosa votación secreta que marca el reglamento de estas vacaciones, se ha decidido que Jordi Sevilla abandone la casa.
-¡Lo sabía! -ha refunfuñado Sevilla, finalmente cesado. A veces, tanto persigue uno lo que teme, que termina por conseguirlo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 20 de agosto de 2004