Si veo a alguien a punto del suicidio, me lanzo y lo impido. Le fastidio, pero tengo mi instinto de aguafiestas. No soy un luchador, soy un resistente, y trato de aguantar en busca de otras soluciones. El instinto es optimista. Cuando veo señoritas que pasan ofreciendo su bajo vientre desnudo, sé que más allá de su consciente la especie las hace mostrar la necesidad de la fecundación. "Fecúndeme, caballero", parecen decir. No se dirigen a mí, anciano invisible. Pero cuando se acerca una para algo -los hombres que hay por allí no son ancianos- me dan ganas de decir: "Señorita, que útil hipogastrio". Tengo creencia en la vida, y es lo mismo que me haría en un primer impulso impedir el suicidio. Pero si es un gran actor como Javier Bardem en la película de Amenábar (Mar adentro), le ayudaría. Creo que un hombre tiene derecho a procurar su muerte, aunque tenga muy limitado el de prolongar su vida. Ya que he escrito hipogastrio puedo escribir eutanasia, manera eufemista de llamar al suicidio si vida es ya mentira. He visto en ella llorar a hombrotes que creía que tenían de plomo la calavera.
Uno no es dueño de su vida: desde una corriente de aire hasta un bombardero islámico o vasco o checheno disponen de ella; y un gobernador que no indulta; y un país que la transforma en asesinato selectivo, y además sus verdugos tiran al bulto. Lo único que puede hacer uno es acabarla si lo necesita, por dolores físicos o metafísicos. Su única libertad, decía Camus. Las sociedades producen deliberadamente enormes desgraciados, subhombres, y sus agentes religiosos trabajan en dos sentidos: si el suicidio es beneficioso, lo estimulan con la fe en la eternidad con bellos hipogastrios adiestrados por la danza; si el suicidio es malo para la sociedad, lo castigan de la única manera posible: con el miserable infierno (hay que ser mala persona para inventarse el infierno y propagar su idea). Si los esclavos, los siervos de todas clases, las mujeres forzadas a la prostitución o los soldados de leva, se suicidaran, la economía y la idea del trabajo de la sociedad se irían al cuerno. Tendrían que trabajar ellos o pagar más. Su producción intensiva de desgraciados fracasaría. Ahora tenemos a los inmigrantes. Y dice una que si el Gobierno les legaliza de golpe, ella no les dejará entrar en nuestra Seguridad Social. Si su probabilidad de vida al nacer en el extranjero es de 40 años, ¿por qué hemos de darles nosotros la de 77, que nos hemos ganado?
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 30 de agosto de 2004