Sufrí como sevillista, al ver cómo mi equipo perdía ante un rival que se mostró claramente superior. Pero lo pasé bastante peor ante la actitud prepotente, grosera y totalmente inadecuada de quien por el deseo mayoritario de sus socios, lleva las riendas de esa entidad deportiva que presume de "ser más que un club".
Podría ser comprensible que llevado de la tensión acumulada, cuando llega el primer tanto del Barcelona, no hubiese podido reprimir un gesto de alegría. Pero las cámaras de televisión nos enseñaron lo que no debe hacer una persona que respete minimamente a los demás. Ante la impasible actitud del presidente del Sevilla, se giró a derecha e izquierda para estrechar efusivamente la mano de los que le rodeaban.
No queda ahí la cosa: cuando el club andaluz consumía los últimos instantes del encuentro y posibilitaba las mejores jugadas del rival, hubo momentos de lógico recochineo por parte del público, que se resarcía así de penas pasadas, coreando "olés" a sus jugadores. Eso es comprensible, pero la abierta sonrisa del susodicho, sus comentarios jocosos a cara vuelta, resultaron simplemente insultantes.
El máximo responsable de un club que se cachondea abiertamente de una decisión disciplinaria y se jacta de que su campo no se cerrará, que mezcla actitudes más propias de un lobby que de una entidad deportiva, no debería permitirse el lujo de reírse de los demás.
Al ver la actitud del señor Laporta, sentí vergüenza ajena por todos sus votantes y reconozco que me hirieron profundamente sus maneras.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 21 de septiembre de 2004