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COLUMNA

Octubres

Octubre es la pasarela donde desfilan los iconos de nuestras identidades encontradas. Empieza con el boato de una fiesta nacional (aunque unos porque no creen en esta nación, y otros porque les parece poca cosa comparada con las dos Naciones de referencia que nos apadrinan: España y Catalunya, no la llaman así) a la que la marca 9 d'Octubre le da un aire de fecha a pasar con prisas, y termina con otro icono de nombre sonoro -Darrer diumenge d'octubre-, que lo clausura de la mano de varias celebraciones donde la disparidad que se concentra en El Puig revela que son dos las sensibilidades que afloran en el aquelarre alternativo.

El 9 d'O refleja a la vez la fusión de la Valencia que ofrenda nuevas glorias a España y la España compatible con el modelo de descentralización política de la Constitución; al mismo tiempo, concita una adhesión resignada de los autonomistas más críticos (quizás sólo por responsabilidad política) y una pasión desmedida a cargo de esa mezcla de españolismo irreductible refugiado en la algarabía de un valencianismo poco creíble. En suma, siendo la pasarela de lo oficial, no deja de ser también el espacio donde se manifiestan de manera contradictoria los actores más diversos, pues, incluso, la izquierda nacionalista no necesariamente catalana se manifiesta paralelamente a una quilométrica procesión de moros y cristianos autóctonos convocados ad hoc para darle mayor realismo histórico al significado de la fecha.

Transcurridos los fastos de lo políticamente correcto, las dos últimas semanas de octubre son propiedad de los alternativos, es decir, de la tradicional y disciplinada cofradía del catalanismo irredento autóctono desplegada en congresos, conciertos, mesas redondas, y cena de gala final, espectáculos mediáticos todos ellos que, por cierto, cubre la TV3 como si fueran eventos singulares de una comarca principatina, mientras nuestra televisión pública los viene ignorando no sé por qué, pues ocurren aquí, congregan a gente importante, y, lo que es más inocultable, no son juegos florales efímeros sino la demostración de que el catalanismo está aquí vivo, como lo está el españolismo, el nos-volen-furtar, la tercera vía, el autonomismo sin nacionalismo, el regionalismo valiente, el conservador, o la mezcla de todo a la vez, que es, por cierto, el denominador común de las mayorías políticas que los valencianos designamos con nuestro voto.

En este final de octubre se pone de manifiesto que nuestro pequeño país es tan plural como normal es que lo sea, y que, desde luego, ni la histeria anticatalanista, ni el conformismo españolizante habrían conseguido la uniformidad, o la conversión en anécdota de esos referentes que hunden sus raíces en la propia historia del país y en los episodios no tan lejanos de testimonio de fidelidad a la lengua e idiosincrasia de los valencianos frente al reduccionismo uniformizante que le aportó la España de otros tiempos ahora ya (¿definitivamente?) superados.

El catalanismo y, con él también el nacionalismo valenciano que tiene los pies en el suelo protagonizan la recta final de octubre y nos recuerdan que existen, que son parte de nuestra realidad civil, cultural y política, y que no puede ni debe juzgarse estas manifestaciones del pluralismo identitario como algo simplemente molesto.

Otra cosa es que el conjunto de los valencianos no se sientan (no nos sintamos) catalanes, aunque alguna vez en la historia nuestros antepasados lo fueran.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 27 de octubre de 2004