Muchos son los problemas que acucian a los ciudadanos de este país y que reclaman la atención de los medios informativos, pero quisiera hacer hincapié sobre uno que, a mi juicio, no recibe el tratamiento que su gravedad requiere: la asistencia sanitaria que se presta a los enfermos mentales.
Ante el fracaso de la reforma que en su día se realizó (hace ya 20 años), se impone una revisión a fondo y la adopción de medidas eficaces.
Hace ya demasiado tiempo que las reclamamos y esperamos los familiares de quienes padecen algún "trastorno" psiquiátrico. Y las esperamos con desesperación e impotencia, la misma desesperación e impotencia que, estoy segura, sienten quienes se ven implicados en alguno de los incidentes, siempre luctuosos, que de vez en cuando saltan a las páginas de los diarios. Recordemos el dolor de aquellos padres a los que un esquizofrénico arrebató la vida de su hija en un parque, o el estado de tensión en que se encontrarán los policías obligados a disparar (y matar) a un enfermo mental para poder reducirlo (en un intervalo de poco tiempo se han producido dos casos de este tipo).
Muchas familias llevan (llevábamos) años padeciendo un calvario porque toda la responsabilidad de lo que se ve llegar como inevitable (sin ser "facultativos especialistas") se ha cargado sobre nuestras espaldas. Y cuando lo previsible llega (como el suicidio de un enfermo en crisis aguda), la desesperación deriva en crispación y rabia, pero la impotencia permanece. A la demencial asistencia prestada durante más de 15 años a mi hermana, se sumaron la incompetencia y desidia de las actuaciones médicas en los días anteriores a su suicidio. En ningún momento se escuchó a la familia (sólo se les oyó en alguna ocasión), en ningún momento se atendió la petición de ingreso (pese a las reiteradas llamadas y visitas al servicio de urgencias). Por lo visto hay que esperar que alguien muera para que se preste atención, e incluso ni esto tiene importancia si la vida que peligra es la del enfermo.
Al margen de las acciones legales pertinentes -lentas, costosas y con un final también previsible dado el proverbial corporativismo médico-, permítame, por lo menos, hacer públicos nuestro dolor e indignación. Me consta que el nuestro no es un caso aislado o excepcional y, aunque para esta familia ya no haya solución, todavía quedan muchas a las que un apoyo mediático y social podría aportar un rayo de esperanza.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 29 de octubre de 2004