Predecir es muy difícil. Sobre todo predecir el pasado, porque el principio de incertidumbre es la ley física que rige nuestro destino. Da miedo pensar que algunos hechos sin los que ya no seríamos capaces de entender nuestra vida, pudieron perfectamente no haber ocurrido: el entrar aquel día exacto y a aquella hora en aquel bar donde la única invitación del azar parecía la voz de Tom Waits interpretando Somewhere y no la persona que nos esperaba dentro sin que nosotros lo supiéramos ni ningún pálpito nos lo anunciara; o ese libro inencontrable que nos ha construído el alma por dentro y cuya lectura sin embargo nos fue dada por casualidad en una librería de lance; o el despertador que no llegó a sonar una mañana mortal de marzo y nos salvó la vida al impedir que tomáramos un tren que ya estaba sentenciado; o el azar siempre intangible de la amistad como un número premiado de lotería que alguien nos regala en una tienda de música. A eso lo llamamos tener estrella. Aunque todos sabemos que lo más difícil de la suerte viene después. Cuando hay que empezar a merecerla.
Pero existe también un universo en negativo que no es la fatalidad, sino sólo la mitad de la vida que hemos descartado, a veces injustamente, sin que justicia tenga nada que ver con el destino: los fotogramas desechados o censurados que no formarán ya parte de ninguna película; los besos de Cinema Paradiso y todos los que no nos han dado todavía; esos sueños de los que no sabemos nada al despertar; la música secreta de aquella partitura que Juliette Binoche recoge de la basura en una película tristísima y hermosísima de Kieslowsky; el silencio que es un paisaje lleno de sonidos muy puros; la llave de una casa de la judería de Toledo que conserva un muchacho sefardí en el Gran Bazar de Estambul a pesar de que hace más de cinco siglos que ya no existe; los sobres vacíos, desprovistos de su contenido, pero también los que nunca se llegaron a enviar; el olvido que a veces nos permite elegir el pasado; las citas pendientes e incumplidas o sólo anunciadas como la novela que Manolo Vázquez Montalbán no tuvo tiempo de terminar, su último poema titulado Rosebud, como el trineo de Ciudadano Kane o tantos otros libros no escritos; las noches de vodka y jazz con todas las maravillosas promesas que quedan por cumplir; los proyectos que no llegan a ninguna parte; ese viaje a la Toscana que tú y yo no hemos llegado a hacer; algunas paradojas; la botella de náufrago que una vez arrojamos al mar y mucho tiempo después tuvimos su respuesta a través de una llamada por teléfono cuya voz no reconocimos; el sueño de volver a tener veinte años y leer por primera vez a Willian Blake que soñaba con tigres por las calles de Londres; las páginas escritas en un rapto que consideramos imperfectas o demasiado raras y que acaban en la papelera, como ésta que ahora acabo de rescatar del fondo del cesto, porque a veces en ese universo oscuro del revés de la trama, donde van a parar todos los sueños que los humanos no hemos sabido conquistar, palpita enigmática la suerte de nuestra estrella.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 30 de octubre de 2004