Hay que rendirse a la evidencia: el Sevilla, revelación de la temporada, se ha convertido en el más duro de los sillares de la cantera de Itálica. Sus razones proceden del subsuelo, el mismo lugar en que conspiran los topos y los volcanes. Es, en la incandescencia de su juego, un río de lava que inclina la cancha hacia la portería contraria y deja en el aire un penetrante olor a incendio. Frente a sus muchachos, dura gente de fragua, uno apenas puede hacer otra cosa que perderse en tierra quemada con la desazón del agotamiento.
Sin embargo, esta máquina de picar carne no es un producto del azar ni el resultado de una de esas raras mutaciones que transforman a un grupo de deportistas en un cuerpo de guardia: probablemente, se trata de una conjunción de valores personales. Así, por ejemplo, en esta trama han coincidido Navarro y Alfaro, dos de los percusionistas más poderosos del momento, músicos inflexibles que nunca pierden tiempo afinando el piano: se limitan a tirártelo a la cabeza para sentar las bases de la relación.
Al otro extremo del campo esperan su oportunidad Aranda y Julio Baptista. Ambos han alcanzado el punto de habilidad que acredita a los delanteros, pero en caso de conflicto no tienen inconveniente alguno en ir al abordaje con sus ochenta kilos de material blindado. Con la piel curtida como un galeote y la musculatura forjada a martillazos, Aranda representa el temple que sólo dan las pruebas de supervivencia. En cuanto a Julio, su compañero de línea, la leyenda es muy expresiva. Por su exquisito repertorio de bisonte para abrirse camino entre los defensas contrarios, la hinchada local, siempre tan sutil para bautizar a sus ídolos, le llama simplemente La bestia.
Hay también un Renato del nueve largo que en vez de tirar a gol tira al blanco y varios niños prodigio, Navas, Sergio Ramos y Capel, recién salidos del horno: todos ellos saben agruparse alrededor de la pelota y moverse como nadie por las líneas de fuerza del equipo.
Y finalmente ahí crece la figura de Joaquín Caparrós, el ideólogo. Bajo su rudo aspecto de capataz, este hombre que invariablemente nos recuerda a alguien, quizás al repartidor de pan, quizás a algún antiguo vecino de asiento, representa como nadie los arcanos del sevillismo. A primera vista, no estamos ante un filósofo, sino ante un estibador. Con la cara zurcida por esas arrugas de expresión que siempre han distinguido a exploradores y jornaleros, su aspecto sólo es compatible con un pasado de segador o con un pasado de insomne.
Pero, en resumen, Caparrós es al Sevilla lo que el aire es a la flauta. Su legado puede llamarse pundonor, tenacidad, coraje o pasión.
Si lo pensamos bien, tiene todos los nombres de la energía.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 30 de octubre de 2004