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COLUMNA

Celebridades

El estilismo se ha consagrado en los últimos tiempos como un ingrediente imprescindible de la vida social más habitual. Hablo de ese conjunto de elementos que configuran la puesta en escena y la representación de la imagen pública de cualquiera. La gestión de la apariencia, a través de una amplísima gama de expertos, es la ciencia del siglo: el estilo -talante, acaso- de cada cual define el lugar que se quiere ocupar en la sociedad. Estilo y poder caminan juntos.

Todo el mundo lo sabe, de ahí el frenesí por cuidar la imagen, por quedar bien, por estar en la onda, por rodearse de la gente adecuada o por ser oportuno, tanto sobresaliendo como pasando desapercibido. Hemos interiorizado ya que, más que ser uno mismo, hay que ser lo que se espera de nosotros: toda una lotería humana. Aunque las reglas hoy parecen claras, la competencia es dura: muchos son los llamados, pocos los elegidos. La cultura del oportunismo y el espectáculo mueve las relaciones sociales más elementales: es un secreto a voces. La competencia -de competir, no de competente- hace el resto.

Lograr el éxito hoy es más sofisticado que nunca. El mérito, la inteligencia o la capacidad ya cuentan menos que la apariencia o la reputación. La cosa tiene su premio en especie: trabajo, reconocimiento y, desde luego, dinero. Todo lo cual lleva a mayor reputación, mayor triunfo, mayor negocio. Así comienzan las celebridades que hoy nos rodean por todas partes y que nos muestran el camino.

El culto a la celebridad no es nada nuevo, pero lo que pudo verse, en tiempos, como una responsabilidad del celebrado hoy se transforma un floreciente negocio del que son pioneros, una vez más, en Estados Unidos. Obsérvese, por ejemplo, el plantel de nuevas revistas españolas dedicadas a celebridades o la transformación de las revistas femeninas en revistas de famosos convertidos en modelos y viceversa. Añádase a todo ello la obsesión por la popularidad desatada en los programas de televisión -la verdadera fábrica de famosos- más vistos. Ténganse en cuenta las espectaculares piruetas estilísticas de aquellos que buscan captar el voto, los lectores, los clientes. Hasta podemos programar nuestro cuerpo a voluntad para poder lograr el ideal de la imagen: no hay límites a esta nueva realidad.

De todo lo cual cabe deducir que la apariencia -hoy llamamos imagen a aquel sueño burgués ya materializado- es la medida de una forma de vivir y de una manera de ser. El hombre -o la mujer- producto es lo que se mueve en el mercado social. La vida propia es un negocio: las jóvenes generaciones son conscientes. Y desde esta óptica, todo puede cambiar: ¿dónde está el límite, por ejemplo, de la mentira cuando reina la ficción de la apariencia convertida en realidad?

El mètode Grönholm, de Jordi Galcerán, es una recomendable obra de teatro comercial -aplaudida Barcelona y Madrid simultáneamente- que lleva al límite más hilarante, pero no menos realista, el proceso de una ejemplar selección de personal. Elegir un alto ejecutivo puede ser, en sus excéntricas pruebas de capacitación, tan cómico como patético, exactamente igual que la elección de un candidato a presidente de superpotencia. En ambos casos se juzga la apariencia y sólo un juez muy sagaz en la ciencia de la imagen y el estilismo social será capaz, si hay suerte, de emitir opinión, aunque sin garantía alguna de acierto. Es un juego de listos y de tramposos.

Un juego con consecuencias bien reales, por cierto: quien gana no tiene por qué ser el mejor, sino quien mejor ha construido apariencias. De eso se trata. Ésta es la nueva ciencia con la que todo bicho viviente tropieza hoy en cada esquina. Una ciencia oculta que nos deja a la intemperie, atónitos y descolocados ante la sórdida verdad.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 1 de noviembre de 2004