Selecciona Edición
Selecciona Edición
Tamaño letra
Crítica:CLÁSICA

Un chaval

Parece un muñequito, embutido en su frac, un afable tentetieso cuando sale, sonriente, a sentarse al piano. Se llama Menahem Pressler, ha cumplido los ochenta largos y es el único que queda de aquel Trío Beaux Arts que se fundara hace casi cincuenta años. Por su lado ha visto pasar unos cuantos violinistas, otros tantos chelistas, mientras él seguía tan campante. Y ahí está, hecho un chaval, controlando todo desde el teclado con un gesto, despidiendo musicalidad por arrobas, conservando esa que tuvo siempre y que, a las alturas de su edad, llega teñida de sabiduría. Y no se atisba ningún crepúsculo, no hay síntomas de cansancio, los dedos vuelan y la música surge con la misma inteligencia de siempre.

Liceo de Cámara

Trío Beaux Arts. Obras de Mozart, Schnittke y Mendelssohn. Auditorio Nacional, 6 de octubre.

Al lado de Pressler se sientan dos músicos estupendos, solistas de fama a los que les gusta trabajar con semejante leyenda: el violinista inglés Daniel Hope y el violonchelista brasileño Antonio Meneses, que tañe el instrumento que fue de Pablo Casals. Así que historia ya tenía la sesión del viernes en el Liceo de Cámara. Y no defraudaron sus protagonistas, que prepararon un programa muy interesante. Primero el Trío K542 de Mozart, que posee el aspecto engañoso que le da una forma poco usada por su autor y una simplicidad que no es lo que parece a la hora de entrar en su entraña. Luego el muy dramático Trío de Alfred Schnittke, estrenado en 1993, duro, oscuro, reclamando la tradición en llamadas reconocibles, muy ruso también en su fondo de melancolía del que surgen por momentos arrebatos de pasión. Y, para cerrar, esa maravilla que es el Trío número 1 de Mendelssohn, tan querido, precisamente, por Casals y en el que el violonchelo de Meneses -en otros momentos demasiado en retirada respecto de sus compañeros- voló como sabe. Antológico el Scherzo, lo mejor de la pieza, un ejemplo de esa música feérica en la que el autor de El sueño de una noche de verano era maestro absoluto. Toda la sesión rebosó pura música, felicidad por hacerla, fidelidad a un espíritu que estaba ahí, encarnado todavía en un ancianito, pequeño y lleno de vida, al que no cabe sino darle las gracias por seguir al pie del cañón. Como se le dieron, lo agradeció -y sus compañeros- con dos propinas primorosas: un rondó de Hummel y el tiempo lento del Trío Dumky, de Dvorák.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 7 de noviembre de 2004