Como valenciano bilingüe, tengo sentimientos cruzados cuando leo sobre el III Congreso Internacional de la Lengua Española, que se está celebrando en la ciudad argentina de Rosario.
Como castellano hablante, este congreso me llena de orgullo: constato que la vigencia, la universalidad y la riqueza del idioma están garantizados. Cuando se hacen las cosas bien y se deja trabajar a los que saben, los resultados están a la vista: una lengua en expansión que cada vez une a más personas.
En cambio, como valenciano hablante siento envidia de ese tipo de encuentros; porque aquí se hace justo lo contrario: aislarnos de nuestras raíces lingüísticas contra la opinón de los que deben saber de ello. Y todo por ser cabeza, aunque sea de ratón.
La sola idea de celebrar congresos similares entre Valencia, Baleares y Cataluña haría rasgarse las vestiduras a quienes aquí nos gobiernan. La posibilidad de enriquecer nuestra lengua, llámela cada uno como quiera, de mantenerla viva, como medio de entendimiento y como seña real de identidad colectiva, se desprecia para convertirla en bandera no se sabe de qué.
Por favor, dejen de mirarse el ombligo y miren hacia Rosario en Argentina. Tal vez aprendan algo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 21 de noviembre de 2004