Una subestación se incendia y nos quedamos sin energía eléctrica unos cuantos miles de sufridos y pacientes ciudadanos. No pasa nada. Ya estamos acostumbrados a que tres o cuatro apagones tengamos al año.
Llueve (curioso lo de la lluvia, por un lado la detestamos y por otro lado sin ella no podemos vivir), y los túneles de Madrid (¡Dios mío, cuántos túneles tiene esta ciudad!) se inundan, formándose unas bolsas de agua que provocan la salida inmediata de nuestro flamante cuerpo de bomberos.
Paseo por Madrid (da igual el barrio o la calle, elijan ustedes) y uno tiene la sensación de que tiene que ser algo realmente importante lo que están buscando, porque las aceras están levantadas, y hay obras por cualquier rincón. Desde aquí pediría que cuando encuentren el tesoro lo compartan con todos los madrileños, o que a cambio nos bajen los impuestos.
Cojo el coche. ¿Por dónde voy? Por la M-30 no, que está en obras, y vaya usted a saber qué habrán cortado hoy. Por el centro, tampoco, que hay obras y llueve. ¿ Para qué quiero el coche?
La frase se debería cambiar. Deberíamos autobajarnos un peldaño nuestras pretensiones. De Madrid no se va al cielo. Se va al purgatorio.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 4 de diciembre de 2004