La decisión del juez Juan Guzmán de procesar a Augusto Pinochet por secuestros y homicidio en el marco de la siniestra Operación Cóndor acerca el día en que el anciano ex dictador se siente en el banquillo. Hace mucho tiempo que Pinochet fue sentenciado por la historia. Pero los últimos acontecimientos, además de poner de relieve la condición patética del otrora arrogante caudillo, hacen inevitable que el viejo golpista, sin público ya, pase la etapa final de su vida intentando evitar ser juzgado por los horrendos crímenes que patrocinó a lo largo de casi diecisiete años.
Antes de abandonar el poder obtenido mediante un golpe de Estado, Pinochet y sus espadones se autoamnistiaron. Y fabricaron una Constitución que amordazaba la futura democracia en Chile. Pero el brazo de la justicia suele ser largo y paciente. Y la odisea judicial de Pinochet, iniciada en 1998 con la orden de detención del juez Baltasar Garzón, no ha dejado de ahondarse. Si en 2000 perdía su inmunidad parlamentaria tras una histórica decisión del Supremo de Chile, hace tan sólo unos meses que el mismo tribunal invalidaba su fuero especial como ex presidente y le consideraba mentalmente lúcido y justiciable por la Operación Cóndor, el plan de exterminio de opositores ideado en los años setenta por las dictaduras militares de Argentina, Chile, Bolivia, Paraguay y Uruguay.
Si al déspota chileno le quedaba un mínimo rescoldo de reconocimiento entre los suyos se debía a la ingenuidad de quienes creían que la dictadura se había limitado a ser sangrienta, pero no corrupta. La publicación este verano de una investigación de senadores estadounidenses, que descubre el enriquecimiento de Pinochet en cuentas secretas del Banco Riggs, en Washington, ha acabado con el último mito. Las manos del general no sólo están manchadas de sangre, sino ensuciadas por los millones de dólares amasados ilegalmente por los viejos procedimientos de entrar a saco en los fondos reservados o cobrar de las privatizaciones empresariales.
La transición política en Chile es insólita en el contexto iberoamericano. Ciudadanos y políticos se han comportado en general con envidiable responsabilidad. Queda coronar este viaje colectivo llevando a Pinochet -89 años y salud acorde con la edad- al banquillo que le corresponde. Está por ver si triunfará el celo del juez Guzmán sobre las argucias y dilaciones todavía posibles, pero los sucesos de esta semana certifican la muerte política del tirano chileno en su propio país.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 16 de diciembre de 2004