El famoso duende de Sevilla, además de ser dispensador de arte, magia, embrujo, etc., lo es también, en igual copiosidad, de ruido. Diariamente me veo expuesto a una contaminación acústica que me resulta cada vez más difícil aguantar. Y no me refiero sólo a ruidos originados por las múltiples obras que salpican el centro, ni a las miles de motos con el escape cortado que circulan con la máxima impunidad, ni a bares abiertos hasta el amanecer o botellonas variadas. Me refiero más bien a esos ruidos que se cuelan a diario en nuestras casas, procedentes de las viviendas colindantes.
Ruidos que son parte integrante del estilo de vida de mucha gente de aquí que, creo yo, al haber crecido en una sociedad ruidosa por cultura, no es siquiera consciente de que puede estar molestando a los demás. Aquí, de hecho, rige una verdadera cultura del ruido, en absoluto percibido como algo negativo, molesto y perjudicial para la salud, sino, al contrario, como algo que acompaña de forma natural nuestras vidas, algo que acoge, arropa y crea cierta complicidad entre gente que se reconoce símil. Quien, como yo, al no ser sevillano, se queja e intenta protegerse ante semejante intrusión, pasa generalmente por pesao, histérico y maniático. Vivo en un edificio nuevo, producto de esta fiebre especuladora que está cambiando drásticamente el aspecto de la ciudad llevándola supuestamente a niveles de desarrollo y modernidad europeos. Un piso, el mío, cuyas carísimas calidades de lujo, lejos de ampararme, me exponen a todo tipo de injerencias acústicas: desde normales charlas y demás normales hábitos higiénicos y sexuales (que percibo con máxima claridad), hasta televisores y equipos de música cuyo volumen habitualmente se dispara, a fiestas flamencas entresemanales, flautas tocadas en horas inoportunas, taconeos y arrastre de muebles, etc.
En este aspecto, evidentemente, Sevilla está aún muy lejos de otras ciudades europeas, donde la tranquilidad y el silencio son considerados bienes sagrados y donde el respeto por los demás se aprende desde pequeños. Sé perfectamente que éste es un problema mío, en cuanto extranjero, y que, además, al ser hábito de una sociedad entera, no tiene solución, por lo menos inmediata. Léanse estas líneas a modo de pequeño desahogo, mientras sigue, siempre con menores esperanzas, la búsqueda de mi Yuste particular.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 18 de diciembre de 2004