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Tenía arenas compactas y doradas y aguas hiperyodadas y límpidas, donde disfrutaban miles de bañistas. Mas ¡ay!, un día llegaron descendientes de aquellos persas que antaño pretendieron dominar el mar azotándolo con cadenas: sólo así puede explicarse que construyeran allí una especie de satrapía portuaria que se citaba en las aulas de Ingeniería como "Modelo de todo lo que no debía ser un puerto.". Pero sirvió para exclusivo recreo de un colectivo de nautas motorizados, que emponzoñaron aguas y arenas con sus residuos, nausearon olfatos con sus humos, agredieron tímpanos con sus estruendos y amenazaron pescuezos con sus hélices guillotinadoras. Y entonces el ofendido mar se vengó, invadiendo la bocana con ríos de arenas y encalladoras de barcas y obligando a los sitiados persas a defenderse con extractoras permanentes, que, a su vez, expulsaban sin cesar aquellas arenas, que una vez secas eran dispersadas por los vientos. Así durante 30 años. Hasta que los persas, hartos de perder guerras chapuceras contra aquel mar indomable, decidieron derrotarlo como si de una nueva batalla de Salamina se tratase. Reclutaron un poderoso ejército dotado de grúas ciclópeas para ampliar aquel antipuerto con más espigones y muros de contención que albergarán más amarras, más aparcamientos y más locales hormigonados ¡en plena playa pública!. Así las cosas, ¡oh, apóstoles del ecologismo al fin investidos de autoridad oficial y tripartita, venid al puerto de Segur de Calafell y con la Ley de Costas en la mano, liberad la soberanía pública allí cautiva... pero dejad a la proctología, las competencias y consecuencias de los "moares persas".
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 5 de enero de 2005