Aunque el dato de diciembre ha sido relativamente bueno -el IPC mensual bajó una décima-, el ejercicio 2004 se recordará como aquel en el que volvió a despuntar la inflación después de un año de tendencia continuada a la baja. La tasa anual de inflación del año cierra en un 3,2%, 1,2 puntos por encima del objetivo marcado por el Banco Central Europeo, y una inflación subyacente -que excluye los alimentos frescos y la energía- del 2,9%. Pudo ser peor, puesto que en octubre la tasa anual había trepado hasta el 3,5%; pero también la corrección detectada en noviembre y diciembre se debe precisamente al descenso de alguno de los componentes más volátiles del IPC, como los combustibles. Así que el freno momentáneo de los precios se debe simplemente a que el petróleo ha apagado parte del fuego que contribuyó a crear a mediados de año.
El problema es que con tasas de inflación como la de 2004, la economía española sigue acumulando un déficit de competitividad respecto a la zona euro que se traduce en pérdidas importantes de cuotas de mercado para las empresas y un déficit exterior que sigue batiendo marcas históricas. Si se quiere confinar la inflación por debajo del 2%, en ausencia de una política monetaria específica -la del BCE es claramente expansiva para las necesidades españolas-, los remedios se llaman liberalización de mercados, que surten efectos a medio plazo, y flexibilidad en rentas y costes. Lástima que se haya perdido tanto tiempo (ocho años como mínimo) para aplicar el primero, y que la discusión sobre el segundo, que comienza ahora también con retraso con el diálogo social, sea más notoria por su grado de crispación que por su profundidad.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 15 de enero de 2005