Un día desapacible, como quiere el tópico que sean los inviernos en París, es decir, con una temperatura rondando los cero grados, cielo plomizo y el ambiente rezumando humedad. En el cementerio de Montparnasse, donde descansan entre otros, Charles Baudelaire o Jean-Paul Sartre, una pequeña multitud espera la llegada del coche fúnebre. Hablan en inglés, francés, italiano, alemán o español, y todos quieren despedir a Susan Sontag.
Annie Leibovitz abrazaba protectora a una desconsolada Nicole Stéphane
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La escritora y cineasta estadounidense Susan Sontag (1933-2004) decidió ser enterrada en París. Buscaba un refugio a esa "virtud melancólica que es la tolerancia", tal y como decía Virginia Woolf, una virtud mal vista en los Estados Unidos de hoy, tan patrióticos y siempre con el orgullo en la boca. Sus editores, sus colegas, sus amigos, que a menudo eran las tres cosas a la vez, acudieron a la postrera convocatoria de Susan y su hijo David. Ahí estaba Christian Bourgois para recordar que la había publicado en francés, también estaban sus traductores al castellano o al italiano, su editor alemán, y Salman Rushdie -Susan Sontag supo levantar la voz para defenderle cuando había quienes se achantaban ante las amenazas de los fanáticos religiosos-, Ian McEwan, Jean Hatzfeld y Vicente Molina Foix, entre otros escritores que compartieron su amistad.
El acto fue simple, elegante y emotivo. La emoción, eso sí, transcurrió siempre a través del filtro artístico e intelectual, ya fuese la música de flauta de Debussy, interpretada en directo junto al ataúd, ya los versos de Arthur Rimbaud, Samuel Beckett, Charles Baudelaire, o los textos de Roland Barthes y la propia Sontag, encargados de unir la tierra y el cielo, el pasado y el futuro.
Dos grandísimas actrices -Isabelle Huppert y Fiona Shaw- leyeron los fragmentos seleccionados e hicieron el que todos los asistentes sintiésemos un escalofrío que nada tenía que ver con el termómetro. Los grandes temas de la trayectoria vital e intelectual de Susan Sontag aparecieron en filigrana a través de esa miscelánea.
La fotógrafa estadounidense Annie Leibovitz abrazaba protectora a una desconsolada Nicole Stéphane. La bailarina Lucinda Childs lloraba mientras la roquera y rimbaudiana Patti Smith se sacaba el sombrero para lanzar una flor a la tumba. El director de teatro Bob Wilson permanecía inmóvil cuando los reunidos desfilaban para dejar testimonio escrito de su pena y admiración. El mecenas Pierre Bergé iba de un lado a otro, de un grupo a otro. Desde la tumba de Susan Sontag se ve la de Charles Baudelaire. Los Estados Unidos de Bush quedan lejos, muy lejos.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 18 de enero de 2005