África, vale decir la desesperanza infinita de cientos de millones de personas, ha irrumpido este año en tromba en Davos, el templo del capitalismo narcisista. Los participantes en el foro económico suizo, probablemente en la onda de solidaridad provocada por el tsunami asiático, se han visto absorbidos por cuestiones lejanas de sus preocupaciones habituales. Primeros ministros han compartido con la estrella del rock Bono o el riquísimo filántropo Bill Gates reflexiones sobre lo que África significa para la mala conciencia del mundo o la responsabilidad social de las empresas. Davos ha visto competir a líderes de países ricos para mostrar su solidaridad con los desposeídos, después de que Gates marcara el rumbo donando 750 millones de dólares para pagar vacunas contra las enfermedades más asesinas del Cuarto Mundo.
El escepticismo africano, sin embargo, está justificado. Promesas similares nunca han sido cumplidas, aunque el foro suizo, con sus inevitables dosis de retórica, ha marcado un esperanzador viraje respecto a sus temas predominantes en los triunfales años noventa, cuando solía circunscribirse a las variantes del pensamiento neoliberal. En la edición de este año, el 64% de los líderes económicos allí reunidos decidió que el tema más apremiante era la lucha contra la pobreza, un 55% eligió el de la mundialización justa y casi otro tanto, las consecuencias del cambio climático.
Probablemente, el primer ministro británico ha sido el más contundente en su solicitud de compromiso. Tony Blair, cuyo país preside este año el G 8, ha puesto el dedo en la llaga al señalar lo absurdo de elegir entre una acción global contra el terrorismo o una contra la pobreza, como si una y otra pudieran disociarse. Blair ha ido más allá al señalar que Washington no conseguirá alistar a los demás países en sus propios objetivos si la superpotencia no se implica en otros que preocupan a buena parte de la humanidad. No hay alivio serio de la miseria sin la participación convencida de EE UU, pero la trayectoria estadounidense no es precisamente alentadora. Tres años después de que el presidente Bush prometiera, en el Desafío del Milenio, miles de millones de dólares para promover el desarrollo, hasta llegar a 5.000 anuales en 2006, la realidad de los números es descorazonadora.
Davos se ha limitado a registrar que el mundo, desaparecidos otros factores de división, está cada vez más roto entre ricos y pobres. Hay un foso intimidatorio y superlativo: la diferencia de ingresos per cápita entre los países menos desarrollados y los de la OCDE, que en 1980 era de 1 a 30, ha pasado a ser de 1 a 80. Y esta enorme amenaza -en forma de inseguridad física, económica o social- va a dominar inevitablemente la agenda global en 2005.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 1 de febrero de 2005