Tenía fuerza para vivir más vidas que las que tuvo, pero un accidente acabó con él cuando ya había hallado el refugio para sí mismo que llevaba buscando desde que era un niño y corría como un caballo loco por las playas de Famara. Hizo de la isla su enorme obra de arte. La edificó, con la complicidad de su amigo Pepín Ramírez, sobre la base de su entusiasmo: aquel erial volcánico sería algún día una de las maravillas del mundo. Cuando ambos concibieron esa ilusión, César acababa de volver de Nueva York, y fue capaz de abandonar su vocación propia para entregarse a la isla en cuerpo y alma. Cuando consiguió su propósito, luchando como un Quijote contra muy sólidos molinos de destrucción del paisaje, ahora de nuevo amenazantes en el horizonte de Lanzarote, pensó que era tiempo de ahorrar las horas que regaló para dedicarse sólo a su propia pintura.
Se parecía a Picasso: activísimo de la mañana a la noche, acaso para combatir la latente melancolía. Y, como Picasso al final de sus años, se hizo una casa en lo más oscuro de esa isla tan luminosa, y se fue a vivir a Haría. Atrás quedaban los tiempos volcánicos de Tahiche, cuando César se levantaba al alba para tomar los higos frescos del aire de la noche, y empezaba un tiempo de mayor sosiego. La fundación que creó para prolongar su mano moral sobre la tierra quedaba al mando de su ahijado, Pepe Juan Ramírez, el hijo de Pepín, y él ya avanzaba satisfecho, pero con una ambición aún frustrada: exponer en algún gran museo español la obra que creó con una pasión exactamente telúrica...
Veintidós años después de aquel accidente mortal, el IVAM -y la fundación- le han dado a César lo que es de César. Él hubiera sido tan feliz como el niño que fue hasta el último instante.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 11 de febrero de 2005