Cuando éramos pequeñas, por las tardes íbamos al Retiro a jugar. Una de las cosas que más nos gustaba, era jugar a la ruleta del barquillero, tirábamos y nos tocaban cinco, volvíamos a jugar y nos tocaban diez, volvíamos a jugar y salían ocho y ya no nos daban más dinero y venía la hora de cobrar los barquillos.
Y qué desilusión siempre, porque el barquillero decía que lo que él contaba no eran los barquillos sino las vueltas que formaban cada barquillo; total, que en vez de veinte barquillos nos daba siete. Y no escarmentábamos, quizá porque sólo nos daban dinero de vez en cuando y se nos olvidaba de una vez a otra.
Ahora sucede lo mismo, pero con una cosa mucho más importante que los barquillos, me refiero a las condenas. El juez, que debe hacer cumplir la ley, condena a un individuo a miles de años (en el caso, por ejemplo, de varios asesinatos) y piensas que este hombre está toda su vida en la cárcel y ni siquiera tiene tiempo para cumplir toda la condena.
Pues no, a los pocos años está en la calle. ¿Quién debe hacer cumplir la condena? Porque no lo está haciendo bien. ¿Cómo el pueblo lo consiente?
No sé, quizás como lo consentía yo con los barquillos. Pero ahora la cosa es mucho más seria. Se trata de dejar en libertad a una persona que es un peligro para la sociedad . ¿Qué podemos hacer para que se cumplan las condenas.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 21 de febrero de 2005