En mi ingenuidad creí que el comité de sabios nombrado para resolver el problema de la televisión nacional estaba hecho para resolver su problema de conciencia. O sea, para defendernos a nosotros, espectadores y oyentes, de sus contenidos, de sus miserables políticas que la inclinan al más fuerte, de sus resabios antiguos y de la comercialización de programas que debían ser ejemplares: sobre todo, para que las privadas supieran que su calidad sólo podía vencerse con más calidad. ¡Tonto yo! Veo ahora que se trata de la cuestión económica y administrativa. En eso no sabía yo que fuesen expertos los designados: personas tan admirables y tan entrañables para mí como Emilio Lledó, su presidente.
La cuestión de la deuda gigantesca y del despilfarro administrativo me parecía cosa de hacendistas y, sobre todo, del sentido común: RTVE no tiene más solución que su voladura, su desaparición -previa indemnización a sus empleados, y recolocación a los que valgan- y la creación, si es que merece la pena, de una nueva. La relación de los estados modernos con los medios de expresión y a veces de pensamiento es creciente en relación con sus invenciones: menos para los libros -¿para qué gastarse dinero en España, si no lee nadie?-, luego con los periódicos, más ya en la radio y tremenda en la televisión, creando en estas dos últimas la propiedad fuerte del Estado. El Estado es el Gobierno -hablo del mundo occidental- , y el Gobierno cree que la televisión es suya: ningún poder político trata de esterilizarla porque la usa, y podrá usarla otra vez si perdiera. Las emisoras nacionales hacen la propaganda del país para el exterior por sus ondas cortas, y para el interior en todas. Fue un invento de los totalitarismos que copiaron las democracias; absorbieron de sus antagonistas alguna fuerza cuando se quedaron de protagonistas.
Todo poder es fascista por naturaleza, y sus grados de poco a mucho, de menos a más, nos permiten suponer cuál es mejor. Cuando murió el pobre Franco -digo pobre por la agonía que le hicieron sufrir quienes le amaban-, sus sustitutos se apresuraron a suprimir toda la prensa estatal, la "prensa del Movimiento"; pero no lo hicieron con la radio y la televisión. Se quedaron con la administración de licencias: no es lo mismo. Puede que Aznar nunca hubiera sido presidente sin su acumulación de medios: ése es el riesgo. Aún los maneja.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 23 de febrero de 2005