El Papa está que trina. Y con razón. Ha descubierto bajo qué máscara se oculta en nuestros días el Maligno: el Parlamento Europeo, nada menos. Pensábamos que aquello era un cónclave de políticos con auriculares, pero Juan Pablo II, cuya infalibilidad va unida al cargo, ha tenido la valentía de informarnos de que se trata de una cueva de demonios de piel escarlata, con rabo y tridente. Vaya por Dios -y nunca mejor dicho-.
El Santo Padre adivina "una nueva ideología del mal", un entramado luciferino camuflado de politiqueo, en la actuación de los representantes democráticos que respaldan el aborto y el matrimonio entre homosexuales. El Diablo necesita disfraces postmodernos, acólitos de apariencia inocente, y se ha metido en el cuerpo de los europarlamentarios, que el día menos pensado acabarán como la niña de El exorcista, brincando sobre los escaños y moviendo la cabeza como si fuese un trompo. Y el Papa, ya digo, está que trina, y me parece natural: es su papel en la gran tragicomedia del mundo. De todas formas, uno no ve síntomas demoníacos en su entorno. Hasta diría que los síntomas que percibe son más bien angelicales.
Aún falta bastante para la Semana Santa, por ejemplo, pero se pone uno a zapear y comprueba que el llamado prime time de las cadenas locales de televisión está dedicado a esas fiestas penitenciales: se entrevista a cofrades paradigmáticos, se rescatan imágenes históricas de vírgenes mecidas y de crucificados escabrosos, se hace un recorrido por los tesoros de las cofradías, algún que otro costalero nos describe la emoción de levantar un peso sagrado, los pregoneros anticipan el contenido de su pregón, los párrocos desentrañan la esencia devota de los desfiles, los saeteros se aclaran la garganta... Aquí el Demonio tiene poco que hacer, porque juega en campo ajeno.
Los europarlamentarios están endemoniados, de eso no cabe duda, pero ahí está el pueblo soberano para equilibrar esa desgracia con su pasión cofrade. Se nota ya en las calles un ambiente penitencial estupendo: vuelves de madrugada de tomarte una copa y te cruzas con un ensayo de procesión, y entonces te acuerdas de los padecimientos infinitos del infierno, y haces examen de conciencia; pasas por delante de una parroquia y ves en la puerta a los jerifaltes cofradieros sumidos en un debate teológico sobre el color de los claveles que habrán de adornar el trono portátil de María en cualquiera de sus múltiples advocaciones, porque esa es la ventaja de nuestro monoteísmo politeísta; te das un paseo y oyes el eco de esas cornetas y tambores que reviven los aires marciales del mismísimo Imperio Romano, porque las bandas ensayan ya a fondo sus melodías recias, que hasta parecen pensadas para armonizar los golpes de remo de unos galeotes. Por otra parte, se advierte ya una impaciencia generalizada entre la gente por ponerse un capirote, por enmascararse, por quemar un cirio. Se percibe que todo el mundo está deseoso de purgar sus pecados. Por eso, si yo fuese el Papa, no me preocuparía por los anticristos del Parlamento Europeo, qué quieren que les diga.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 25 de febrero de 2005