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COLUMNA

Historia

Hay incomodidad aquí, parece que estamos casi siempre fastidiados o molestos, aunque las cosas no vayan exactamente mal. Si no está uno bien como está, se cambia de postura, o se cambian las cosas un poco, la Constitución y el Estatuto, por ejemplo, como si el traje ya no se ajustara a la medida. El otro día leí en un periódico de Barcelona, La Vanguardia, una nota de Magí Camps a propósito de los viajantes, los viajantes de comercio, quiero decir, si todavía existen. Camps seguía la evolución del nombre de los viajantes, viajantes, representantes, vendedores, comerciales, agentes de ventas, y les echaba la culpa de tanta mutación a los economistas, que, para hacer más prósperos los negocios, cambian de vez en cuando el nombre de las cosas para que parezcan nuevas.

Yo pienso en la incomodidad e insatisfacción de los propios viajantes, que, como toda criatura, querrían ganar más y ser más y tener más. No bastaba con ser viajante. Los recuerdo con grandes maletas de muestras en coches no tan grandes, gente de Madrid, Valencia y Barcelona, distintos de los representantes, que eran agentes locales de los viajantes que llegaban del exterior. Alcanzaron un ascenso, un mejoramiento verbal, barato: se transformaron en comerciales y agentes de ventas. Ahora las comunidades autónomas están en el posible trance de aspirar a comunidades nacionales, entre la región y la nacionalidad, y quizá más allá. Se trata de manejar las palabras sabiamente para que la realidad permanezca invariable.

Pero yo admiro la sabiduría constitucional de 1978, que reconocía y garantizaba el derecho a la autonomía solidaria de las nacionalidades y regiones, y dejaba al gusto de cada lugar, e incluso de cada ciudadano, el sentirse nacionalidad o región, o parte de nacionalidad o región. Esta división sin dividir crea en algunos una especie de fastidio ontológico. Aquí hay quienes quieren que Andalucía sea llamada comunidad nacional, y otros prefieren seguir siendo la obvia comunidad autónoma. Nadie habla de región, porque quizá sea la más simple de las denominaciones: cualquier lugar del mundo es una región de algún mundo más grande.

Estos titubeos me sugieren un disgusto profundo con nosotros mismos, enfermos crónicos de insatisfacción e inseguridad, a pesar de que 17 comunidades autónomas funcionan al unísono en un Estado que funciona. El espíritu general se difunde desde las zonas más incómodas, el País Vasco y Cataluña, porque la incomodidad es contagiosa. Pero, ahora que la identidad política de Andalucía ha cumplido 25 años, y los niños pintan banderas y cantan el himno en los colegios, ¿no sería ocasión de enseñarles que los signos patrióticos no son intemporales, sino que nacen de acuerdos e imposiciones entre determinados individuos en un determinado momento? No tienen esencias ni raíces eternas. No son lo nuestro de siempre. Son un asunto humilde, humano. Son fruto de la casualidad y la coyuntura, y esto no los hace menos respetables. Nuestros símbolos sólo tienen 25 años. Estudiándolos, los niños andaluces podrían aprender mucha lógica histórica, como si investigaran en yacimientos y archivos antiquísimos.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 13 de marzo de 2005