Con grandes pretensiones de formato, este ballet a medio camino del musical con posibles, se queda en un aparatoso empeño basado en un guión confuso de seguir, unos diálogos en off que nada ayudan y un cuerpo de baile pobre tanto en lo numérico como en lo técnico. El vestuario es un delirio donde se mezclan desafortunadamente estilos, épocas y gustos; la coreografía, como tal y en lo creativo, resulta inexistente. Las danzas enclavadas en el género español están algo mejor articuladas, pero también resultan largas y reiterativas. El resto es un acumulado de pasos clásicos sin hilo conductor ni conciencia coréutica.
El asunto de Wallada quiere relatar antiguas cuitas cordobesas de la época de los omeyas, y un prólogo escrito intenta poner en situación al público, pero aquello no se llega a entender. En palacio hay una mala y una buena, un visir con aviesas intenciones y un poeta con aires de príncipe (como en La Bayadera). Luego hay muchas guerras, fuego, taconeos y huidas. Lo mejor de este intento es el primer bailarín cubano, Lienz Chang. El teatro estaba semivacío, apenas unas cincuenta personas. Eso es triste, pero decisivo.
Wallada, la princesa omeya
Coreografía: Igor Yebra y Paco Mora. Música: Miguel Galán, Randi López y Eudaldo Valentín. Escenografía, audiovisuales y luces: Tato Cabal (3D Scenica). Vestuario: Santiago de la Quintana. Teatro Nuevo Apolo, Madrid. 13 de marzo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 15 de marzo de 2005