Soy un ciudadano español que se considera, probablemente lo mismo que muchos de sus lectores, un firme defensor de una educación pública caracterizada por su calidad, su accesibilidad y dinamismo. Durante los últimos 10 o 15 años se han acometido reformas, más o menos cuestionables, en materia de educación tendentes precisamente a facilitar que un sistema de todo punto obsoleto evolucione conforme a la cambiante realidad socioeconómica.
Sin embargo, estos intentos parecen haber dejado de lado las enseñanzas de régimen especial, y más concretamente aquellas impartidas en las escuelas oficiales de idiomas: a los brutales recortes presupuestarios hay que añadir el notorio desprestigio de estas instituciones y, por consiguiente, de los títulos (oficiales, no lo olvidemos) que conceden a sus estudiantes.
La consecuencia de esto es que, a pesar de contar con dos de estos certificados (de ciclo superior), me he visto obligado a examinarme, previo desembolso de cantidades nada desdeñables, según los criterios de otras instituciones, privadas pero con mucho más prestigio, cada vez que he querido solicitar alguna beca o curso en el extranjero. Tal vez ha llegado la hora de plantearse qué hacer con las escuelas de idiomas, abocadas, si todo sigue igual, al ostracismo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 16 de marzo de 2005