Hubo un tiempo en que la montaña era el reino de los bosques primarios y los animales salvajes. El lobo era el monarca de ese mundo. Dictaba la ley en su territorio y condicionaba la evolución de las demás especies.
Ese tiempo duró miles de años.
Poco a poco, el dominio del lobo fue sustituido por el de una especie en expansión que venía del valle: el pastor. El pastor convirtió la montaña en un lugar de producción. Ocupó el territorio, introdujo las vacas, los caballos y las ovejas; los castaños, los pinos y los cerezos; creó los caminos, los prados y las cabañas. Transformó el paisaje a su servicio y al de sus animales. Y arrinconó al lobo.
El lobo, para sobrevivir, se hizo tímido, dejó de aullar por las noches, y se escondió en lo más profundo del bosque, hasta casi desaparecer.
Ese tiempo duró cientos de años.
Pero, de repente, hace pocos años, la montaña cambió. La ganadería y la agricultura se industrializaron y se quebró la relación directa que tenían con el territorio. Las tierras marginales y las producciones artesanales del pastor dejaron de ser competitivas. Y los pastores, su cultura y su paisaje comenzaron a extinguirse.
Apareció una nueva especie hegemónica: el funcionario, que vivía en la ciudad y seguía los designios de Bruselas.
El funcionario convirtió la montaña en un espacio de ocio y de servicios. El paisaje, el lobo y los últimos pastores pasaron a ser elementos de un sistema a reordenar, gestionados por el funcionario con planes, decretos y regímenes de ayudas.
En la época del funcionario el mundo cambia muy deprisa, y no sigue un rumbo claro. Pero quizá, en algunos rincones, pronto vuelva a aullar el lobo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 17 de marzo de 2005