La otra noche, de madrugada y en silencio, con discreción o a escondidas -según se mire-, la ministra de Fomento, Magdalena Álvarez, ha retirado la última estatua de Franco que quedaba en Madrid, sita en la plaza de San Juan de la Cruz. Los monumentos, los nombres de las calles, de las instituciones, etcétera, tienen un gran valor simbólico como depósitos de memoria histórica, presentes de forma continua en la vida cotidiana de cada ciudadano. Por ello, creo que la retirada de esa estatua era una acción de justicia histórica.
No obstante, aunque siempre me ha parecido necesario eliminar los honores con que se alzaron monumentos y placas a semejantes personajes, también me he venido planteando si no tendría alguna repercusión negativa echar tierra sobre nuestra historia, y si sería mejor tomar ejemplo de la iconografía del holocausto alemán conservando algunos de ellos debidamente explicados.
Al pasar frente a la estatua de Franco alguna vez pensé que no era necesario retirarla, sino explicarla, incluir en el pedestal una placa que dijera algo así como: "Francisco Franco: dictador y genocida". Sin embargo, una gran parte del valor simbólico de las estatuas emana también de su plasticidad, y quizás sería más adecuado sustituir la imagen del condottiero triunfante por un grupo escultórico en el que se rindiese homenaje a los miles de personas que perecieron víctimas de la represión franquista, en el que tal vez se podría incluir una imagen de Franco más cercana al retrato que Umbral hacía de él en la novela Leyenda del César Visionario, donde hablaba de "Francisco Franco, dictador de mesa camilla que firma sentencias de muerte mientras toma chocolate con soconusco".
No obstante, el mero hecho de no tener que soportar su gesto altivo y desafiante cada vez que uno pasa por Nuevos Ministerios es una gran satisfacción, y una deuda con la historia que queda por fin saldada, aunque sea con treinta años de retraso.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 18 de marzo de 2005