El 29 de marzo, a las 20.30, fui a la policía a poner una denuncia por una agresión de la que había sido objeto. Como vivo en Chamberí, me dirigí a la comisaría de policía que me correspondía, sita en la calle de Rafael Calvo, 33. En la cabina de entrada, un agente corpulento con la cabeza rapada me preguntó qué quería. "Poner una denuncia". "Hay mucha gente. Tendrá que esperar por lo menos dos horas". Desánimo. "Entonces me da tiempo a tomar un café". "Si sale a tomar un café no sé cuánto tendrá que esperar".
Tomó nota de los datos de mi documentación. "¿Cómo puedo hacer para saber cuánto tiempo tengo?". "Pase al fondo a la izquierda y pida la vez". Pasé a la salita, que esperaba encontrarme abarrotada: no había absolutamente nadie. Me senté perplejo en la sala vacía.
Al cabo de unos minutos, como nadie aparecía, volví a la cabina del agente, en la que otros tres compañeros suyos que habían contemplado la escena seguían mirando. "No hay nadie. ¿Cómo hago para saber cuándo me toca a mí?". "Yo sólo estoy aquí encargado de los que están dentro". Ingenuo, yo dije lo consabido de que pago mis impuestos y espero una buena atención de los servicios públicos que se costean con el dinero de todos los ciudadanos.
El agente salió de la cabina hecho un basilisco y gritándome que hiciera lo que quisiera. Me volví a la sala de espera y desde allí vi cómo se metía en la oficina donde se rellenan los partes vociferando algo. Me di cuenta de que ni en dos horas ni en todo el día me iban a atender. Me fui en busca de otra comisaría.
En mi perplejidad de ciudadano, sólo se me ocurren dos explicaciones: una, que si alguna vez me entero de que los índices de delincuencia han bajado en Chamberí, no es por la eficacia de su comisaría, sino porque no aceptan denuncias; dos, que a los agentes de esa comisaría no les gusta que los ciudadanos con sus problemas perturben la paz de balneario que se disfrutaba aquella tarde. O las dos cosas.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 1 de abril de 2005