En las profundidades marinas junto a la Atenas del Cantábrico, navega un molusco entrado en años, peregrinando en busca de una concha donde cobijarse. En otra época, este molusco peregrino tuvo ambiciones de tiburón. Se empeñó en moverse como pez en el agua y repartió unas cuantas dentelladas, creyendo que así llegaría a ser famoso en los siete mares.
Pero nada sucedió como se había imaginado. Se equivocó al creer que su mar era un océano, cuando apenas pasaba de estanque donde todos se conocían y el pescado estaba ya vendido. Creyó que la vida de tiburón le aportaría más satisfacciones. Que la sombra de su aleta bastaría para hacerse respetar. En eso también se equivocaba. Si a algunos ciertamente amedrentó, a mucho más indignó. Y aún peor fue que la mayoría pasó de él.
El tiempo ha resultado ser su peor enemigo. De tanto morder en hueso, se fue quedando sin dientes. Y aunque su sombra todavía suscita algún temor, sabe que, a lo más que puede ya aspirar es a acabar disecado en la pared de un salón de casa bien.
Por eso una mañana en que se disponía a salir en busca de sus presas, se encontró peregrinando en busca de casa. Alguna bonita concha donde camuflarse para mejor acechar a sus víctimas. Ese razonamiento se hizo a sí mismo para darse ánimos, porque no quería renunciar a sus sueños de gran depredador.
Empezó a admirar en secreto a las ballenas, que no necesitan dientes, pues les basta con abrir sus enormes fauces para que el alimento les venga a toneladas. ¿No sería estupendo poder descansar en una roca, resguardado de los cazadores de tiburones por una concha de apariencia inofensiva y que el alimento llegase por sí solo hasta su boca?
Rodeado de quisquillas y alegres pececillos se dedicaría a ver pasar el tiempo. De vez en cuando mordería a alguno y todos huirían aterrorizados de su poder. Pero luego volverían a acercarse sumisos para escucharle sus hazañas pasadas y futuras.
Rocas a las que amarrarse no faltaban en el vecindario. Tampoco escaseaban cascarones vacíos de exóticas formas, abandonados por sus dueños en distintos naufragios. Por ejemplo, esa vieja bota que pudo pertenecer a un fiero bolchevique. O ese tambor enmohecido que habría resonado en algún Aberri Eguna. Podrían ser buenos alojamiento para el molusco soñador.
Pero pocas vidas hay más tristes que la de un depredador venido a menos. Primero desahuciado del tambor y, en seguida, de la vieja bota comunista. ¿Es que por estos mares ya no se respeta nada? ¿Es que a nadie le importa la diversidad biológica? El molusco desdentado que un día quiso ser tiburón, se está quedando sin opciones. Acabará por dedicarse a la enseñanza. Al menos, a él no le exigirán que demuestre el perfil lingüístico.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 6 de abril de 2005