Dice Steve Coleman que los críticos musicales no le entienden y, siendo él quien es, no hay quien se lo discuta. Su actitud ante los medios pudiera pasar por arrogante, del mismo modo que su música, a veces, parece destinada a él mismo y a nadie más. Aun así, el genio se le reconoce, en la medida en que su aportación trascendental al jazz vivifica las fuentes de las que se nutre el género.
Es músico duro de digerir y, más aún, de ser explicado por quien ejerce el oficio de escribir sobre el tema. La música de Coleman carece de una forma reconocible -apenas deja resquicio para el aplauso- y la presencia estética de los actores y su silencio tampoco ayudan.
Su búsqueda de nuevos ropajes para el género le ha llevado a la ejecución en conjunto y al contrapunto, cosas ambas que ya había descubierto el jazz en su periodo cool, sólo que Coleman invierte el punto de gravedad desde la armonía al ritmo.
Latina Jazz
Steve Coleman, saxo alto; Jonathan Finlayson, trompeta; Tim Albright, trombón; Jen Shyu, voz; Reggie Washington, bajo; Tyshawn Sorey, batería. Sala Latin Arte. Madrid, 7 de abril.
Es así que el concierto del viernes se concretó en dos largas interpretaciones a piñón rítmico fijo, con las melodías, o lo que pudiera entenderse por tales (apenas un esbozo, en la mayoría de los casos), sucediéndose unas a otras en fundido y sin apenas alteración en lo sustancial.
Una dura prueba para el respetable, en el que se produjo un proceso de selección natural que terminó con éste reducido a las tres cuartas partes del aforo: el sector de los convencidos. Éstos, sí, gozaron con el intrincado mensaje de Coleman, y aplaudieron cuando, finalizando el concierto, atacó el único tema reconocible pese a todo: el inmortal Donna Lee.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 9 de abril de 2005