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Editorial:

Lapidación sin Estado

La lapidación de una mujer, de 29 años, el pasado fin de semana en un pueblo al norte de Kabul pone de manifiesto los límites y carencias de la autoridad del Estado y del Gobierno en un Afganistán en teoría liberado del régimen medieval de los talibanes. Un tribunal islámico, no reconocido oficialmente, ha dictado esta horrible sentencia por adulterio, tras las acusaciones vertidas por el marido de la víctima a su regreso después de cinco años de ausencia.Y para mayor crueldad fue él quien lanzó la primera piedra contra la condenada. Es la primera ejecución de este tipo desde la caída del poder talibán en 2001. A diferencia de otras épocas, el Gobierno de Karzai sí ha abierto una investigación. Pero el asesinato se ha producido en confines a los que no llega la escasa realidad estatal del nuevo Afganistán, y en una zona aislada y montañosa, que se cuenta entre las más pobres del país y del mundo.

La terrible práctica de la lapidación de adúlteras es preislámica, por lo que no hay que mezclar siquiera la aplicación de la sharia -la ley coránica- con este tipo de pena de muerte. Pero tampoco ignorar que se produce en los regímenes radicales más integristas, como en Irán, donde Amnistía Internacional ha alertado sobre la inminencia de una ejecución de esta clase. En Afganistán, la nueva Constitución de la "República islámica" establece a la vez la igualdad entre hombres y mujeres y que ninguna ley irá contra los preceptos del Corán. Pero convertir la letra en realidad aún requerirá esfuerzo y perseverancia. Es lamentable que no se haya aprovechado la nueva Carta Magna afgana para prohibir la pena capital. Al menos ahora se requiere la autorización expresa del jefe del Estado para ejecutar a un reo, que Karzai sólo ha concedido en una ocasión.

El problema de Afganistán sigue siendo la falta de Estado -y de garantías de seguridad física, jurídica o económica- fuera de Kabul. El cambio de arriba hacia abajo que impulsa Karzai va demasiado lento. En la mayor parte del territorio, e incluso en la capital, el poder está en manos de los llamados señores de la guerra, estrechamente vinculados al creciente tráfico de opio, cuando no de resistentes talibanes o restos de Al Qaeda. Las tropas internacionales están hoy más seguras, pero no así la población.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 28 de abril de 2005