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domingo, 1 de mayo de 2005
Reportaje:GRANDES REPORTAJES

Lo que hicimos en 1980

Se cumplen 25 años de la movida. Una explosión cultural, un tiempo asombrosamente fértil. Así eran y así son los protagonistas de la primera gran fiesta de la democracia, retratados en los sitios que hicieron de Madrid la ciudad centro de todas las miradas.

Revisitar la movida, aunque sea bajo la excusa de conmemorar un aniversario, equivale a meter la mano en un airado avispero. Muchos de sus protagonistas prefieren hoy, por táctica, marcar distancias: las grandes ausencias en el presente reportaje fotográfico no son casuales. Para los artistas en activo, urge defender su obra actual y desmarcarse de las creaciones más juveniles.

Alaska, que siente pavor ante las trampas de la nostalgia, explica su particular ambivalencia: "Nacho [Canut, su compañero en Fangoria] es más militante del olvido, hasta le divierte que se difundan tópicos y mentiras. A mí me sale la vena de historiadora y entro al trapo ¡siempre! Oigo alguna barbaridad y no puedo reprimirme: 'Un momento, eso no fue así'. Y me tiro media hora explicando que Madrid realmente no se llenó de punkis y new romantics cuando Tierno Galván era alcalde".

Es el gran baldón de la movida: su supuesto origen municipal (y socialista). Para los que vivieron aquella época, un disparate: no hubo respaldo oficial en 1980, cuando eclosionaron los primeros grupos; ni tampoco en 1981, año de reflujo tras las decepcionantes ventas de las bandas; ni en 1982, cuando el bache se resolvió con los sellos independientes. Gran parte de la izquierda contemplaba con desconfianza aquel despuntar, asumiendo el tosco análisis de columnistas miopes que favorecían la "autenticidad" vallecana de Ramoncín sobre la frivolidad de Los Pegamoides, donde coincidieron la hija de un exiliado -Alaska- con un Canut y un Berlanga (y con hijos de familias menos significadas; aquello fue una conspiración interclasista). Nada de "movida promovida", como insinuaría una canción posterior.

El verdadero catalizador fue la llegada a la mayoría de edad de una generación que, con aliento de muchos adultos, deseaba disfrutar de las libertades democráticas. Más que una quinta despolitizada, eran tan optimistas que no podían concebir un retorno al franquismo; el espasmo del 23-F fue mirado con incredulidad, y no provocó ni canciones, ni conciertos de repudio, a diferencia de los dibujantes de cómic, que reaccionaron con un explosivo número especial de El Víbora.

Cuando la movida adquirió envergadura artística y sociológica, las diferentes instancias -estatales, autonómicas, locales- se subieron al tren en marcha. Ya en 1984 hubo una exposición retrospectiva, Madrid, Madrid, Madrid, en el Centro de la Villa. Y Tierno Galván soltó lo de "a colocarse, y el que no esté colocado, que se coloque", durante un festival de 24 horas que montó Radio 3 en el Palacio de Deportes. Aseguran hoy sus colaboradores que don Enrique conocía la jerga juvenil y quería decir exactamente lo que dijo. Dudoso: inauguró una calle con el nombre de John Lennon y, durante su discurso, insistió en denominarle "Lennox".

Para aquellas fechas, la movida tenía resonancia internacional. En Laberinto de pasiones, Almodóvar hizo que uno de sus personajes extranjeros afirmara, como algo bien sabido, que Madrid era "la ciudad más divertida del mundo". Al poco, eso se pensaba realmente en todo Occidente. Puede que ni la muerte de Franco ni la transición convocaran en España a tantos periodistas, equipos de televisión, cazadores de tendencias.

En sus días de marea alta, nadie se alzaba públicamente contra la movida: hasta futuros azotes del felipismo, como Federico Jiménez Losantos o Tomás Cuesta, disfrutaban de sus placeres. El único resquicio para atacarla era su reflejo en TVE: en 1983, Caja de ritmos emitió Me gusta ser una zorra, procaz adaptación del I wanna be your dog, de Iggy Pop, a cargo de unas punkis bilbaínas, Las Vulpess. Abc transcribió (mal) la letra y organizó un escándalo político -estaban cerca unos comicios municipales- que se saldó con la cancelación del programa y el procesamiento de su director, Carlos Tena. Años después, Paloma Chamorro también debió acudir al juzgado acusada de ofensas a la religión en La edad de oro. Sin embargo, no hubo denuncias cuando La bola de cristal emitió el orgiástico vídeo de Relax, de Frankie Goes To Hollywood; tampoco alarmaron los ideologizados guiones de aquel espacio. De hecho, hasta Abc terminó contando con un suplemento movido, donde escribían desde Fernando Márquez hasta Edi Clavo. Y Diario 16, bajo la dirección de Pedro J. Ramírez, llegó a poner en portada el concierto de Rubi en Rock Ola: ayudó que -como se veía en la foto- la cantante actuara con un sucinto camisón rosa.

Sólo mucho después, con el Partido Popular ya instalado en la plaza de la Villa y en la Puerta del Sol, se exteriorizaron los rencores. En 1991, José María Álvarez del Manzano, alcalde de Madrid, en una entrevista con La Vanguardia afirmaba que la movida fue menos que un espejismo. Imposible dejar de reproducir tal andanada: "No hay que enterrarla porque se ha evanescido, ni siquiera tiene cuerpo para enterrar. Era algo etéreo, una propaganda política, no ha dejado un solo poso. Yo no recuerdo un solo libro, un solo cuadro, un solo disco; nada, de la movida no ha quedado nada".

No fue simple deseo de epatar a un periodista barcelonés. Años después, Álvarez del Manzano despreciaba a uno de sus predecesores, el socialista Juan Barranco, con la lacónica evocación de su pecado nefando: "Apoyó la movida". En esa visión revisionista, el PP fue respaldado por algunos arrepentidos con ansias de situarse.

Ayudó que el resto de los agitadores o simpatizantes se desentendiera de la defensa de los ochenta. Afectados quizá por los sentimientos de culpabilidad que trae la resaca, prefirieron no entrar en polémicas y vivir el presente. El pasado, ya se sabe, suele traer recuerdos de excesos y concesiones.

Tenían perfectas excusas. Podían preguntar: ¿qué movida? Desde los albores se alzaron barreras. Del clan pegamoide surgió aquella división. "Los que nos teñimos el pelo y los que nunca lo harían". Hilando más fino, hubo quien limitó la pertenencia a los que visitaron la casa-taller de Costus. Eran, para entendernos, los modernos. Les distinguían sus modos gay o, por lo menos, su ambigüedad sexual. Culturalmente ávidos, estaban al tanto de modas imitables de Londres o Nueva York. Se comunicaban con el mundo del cine -Almodóvar- y del arte: todos se fotografiaron con Warhol en su visita a Madrid, aunque Andy no les inmortalizó (sí lo hizo con Miguel Bosé, quien pasó por caja).

Los modernos cumplieron los anhelos, los propósitos del hipotético manifiesto de la movida: la interacción entre las artes (o, por lo menos, entre artistas de diferentes disciplinas), la exigencia de cosmopolitismo, la violación de tabúes sexuales, el desprecio de la santurronería progre. Les perdía, claro, su elitismo. En lo musical, se vieron desbordados por la ascensión de los grupos pop, hijos de la new wave británica. Con su habitual lengua pérfida, los modernos les descalificaron como babosos: abundaban rimas con acné, quejas contra chicas malas. Contra la ñoñería disparaban las Hornadas Irritantes, fugaz bandera bajo la que zarparon en 1981 Glutamato Ye-Ye, Derribos Arias y Pelvis Turmix.

Lo extraordinario fue la proliferación de propuestas. Iniciativas que saltaban a la arena cuando todavía no había mercado, ni, por supuesto, subvenciones. El contagio fue inmediato: surgieron movidas en Vigo, en Barcelona, en San Sebastián, en Sevilla, en Valencia… Sin manual de instrucciones, se tradujeron y adaptaron los modelos del tecno, el rockabilly, el after-punk, el rock gótico, el funk-pop, el reggae. Se copiaba, inevitablemente, a los Clash, Police, Kraftwerk, Stray Cats; tras ese aprendizaje, los más listos despegaban hacia expresiones personales. Un dibujante gallego, Víctor Coyote, inventaba el rock latino 15 años antes de que fuera rentable. Esclarecidos, un grupo nucleado por arquitectos, desarrollaba narraciones urbanas con sedoso fondo jazzy. Servando Carballar, que venía del teatro y la ciencia-ficción, generaba ingentes cantidades de teoría y música con Aviador Dro.

Radio Futura constituye el paradigma de la prodigiosa maduración del movimiento. Al nacer, en 1979, habían pasado más tiempo en universidades o en galerías de arte que en los locales de ensayo. Su LP de 1980, Música moderna, quería venderse como pop adolescente, pero estaba confeccionado con las enseñanzas del pop art. Aunque Enamorado de la moda juvenil o Divina adquirieron categoría de himnos, el proyecto se estrelló y Radio Futura se recompuso en rock. Tras tres años de miseria se impusieron como banda de ideas, cuyos discos y entrevistas reflexionaban sobre la cultura popular en España, la urgencia de recuperar tradiciones urbanas, la conveniencia de establecer un diálogo con América, nuestro lugar en el mundo.

El grupo de Enrique Sierra y los hermanos Auserón también fue ejemplar en establecer lazos con artistas gráficos, escritores, videorrealizadores, el mundo universitario. La movida tuvo su manifestación más visible en la música, pero también iluminó otras áreas de la creación. Eso sí, con desigual impacto. No tuvo demasiado eco en la literatura -novelas como Madrid ha muerto, de Luis Antonio de Villena, salieron a posteriori-, ni tampoco en el cine: en caliente, sólo se filmaron la citada Laberinto de pasiones y la simplona A tope (1983).

En artes de gestación más rápida y menor inversión sí hubo un florecimiento de talentos. La fotografía contó con cronistas de la realidad como Miguel Trillo, Alberto García-Alix o Pablo Pérez-Mínguez, verdadero retratista de corte, sin olvidar a Ouka Leele o a los especializados en moda, inevitablemente atraídos por aquella eclosión de criaturas llamativas. Los diseñadores de ropa también se sintieron inspirados por la movida: un lugar con tan poco glamour como Rock Ola acogió desfiles como Baja Costura o Costura España, ambos de Alvarado.

En el cogollo estaban pintores como Guillermo Pérez-Villalta, El Hortelano, Sigfrido Martín-Begué, Dis Berlin, Herminio Molero, Costus, Pablo Sycet o Ceesepe. Este último venía del cómic, que también vivió años de esplendor, con una rompedora revista, Madriz (esta sí, de financiación municipal). Por un tiempo hubo abundantes cruces. El Hortelano montó grupo con Poch para una actuación en la Universidad de Verano de Santander; Ceesepe y García-Alix realizaron un corto para Pista libre, de Televisión Española; Carlos Berlanga, Víctor Coyote y otros músicos encontraron hueco en Sen, Buades, Estampa, Vijande, Moriarty y demás galerías de arte.

La necesidad aviva el ingenio: los músicos superaron los años flacos (1981 y 1982) con la fundación de compañías independientes como DRO y Gasa, que se matrimoniaron y se transformaron en una de las grandes discográficas de los ochenta. En medios escritos, la movida encontró acogida en los diarios del momento, aunque también generó revistas como La Luna de Madrid y Madrid Me Mata, sin olvidar los fanzines. Una red de complicidades garantizó su presencia en las ondas oficiales: Radio 3 y espacios de TVE -Caja de ritmos, La edad de oro- fueron escaparates de inmensa repercusión.

Pausa: con semejante entramado, ¿cómo es posible que la movida se eclipsase tan ignominiosamente en la segunda mitad de los ochenta? Se podría afirmar que murió de éxito: el coge-el-dinero-y-corre se impuso como modelo ético. Las multinacionales impusieron su poderío y se llevaron las flores de la independencia: lo que eran músicas marginales fueron grandes lanzamientos. Los grupos cambiaban los clubes por los grandes recintos, generalmente con dinero de las instituciones.

Tan fatales fueron tropiezos como el cierre de Rock Ola, en 1985: aunque detestado por la infame calidad de sus bebidas y otros pequeños detalles, servía como punto de encuentro; a partir de ese momento, las tribus se dispersaron. Desaparecieron sin despertar alarma revistas y programas de televisión. El sentimiento colectivo se desintegró en mil aventuras particulares.

El triunfo del individualismo y el todo-vale dejó a la movida huérfana de paladines. Latía un difuso remordimiento, una urgencia por pasar página. Ese lavarse las manos permitió que la iniciativa pasara a los enemigos, que efectuaron una demonización efectiva. Bien entrados los años noventa, la movida resucitó como nostalgia boba, simplificada hasta la caricatura. Eso explica que se acepten ficciones televisivas sobre la movida con errores de bulto. O que Nacho Cano resuma aquellos años -en el espectáculo Hoy no me puedo levantar- como una crónica de inocentes pervertidos por el dinero, las drogas y el sexo, con una discográfica como gran Mefistófeles. Cierto que el musical de Mecano también refleja el entusiasmo juvenil, la creatividad liberada de sus protagonistas, la voluntad lúdica de todos los implicados, la porosidad social de la capital. Como decía aquél, a Madrid no le iba a reconocer ni la madre que lo parió.

La sombra de los desaparecidos

Por encima de todo, la movida obedecía al hedonismo. Para los mayores de aquella tropa urgía gozar todo lo que la dictadura había prohibido. Para los demás, no particularmente traumatizados por el franquismo, se trataba del derecho natural a hacer con sus vidas y con sus cuerpos lo que decidieran. Sin embargo, la muerte estuvo presente desde los inicios. El primer concierto colectivo tuvo como motivo recordar a José Enrique Cano, Canito, baterista de Tos (luego, Secretos), que falleció en un accidente. Los Secretos estaban destinados a ser objetivo de la parca: el siguiente baterista también murió en la carretera, y su cantante más carismático, Enrique Urquijo, apareció cadáver en un portal de Malasaña en 1999. En cuestión de mala suerte, la suya sólo se puede comparar con la de algunos grupos punkis como Vulpess y Eskorbuto, sin olvidar la triste saga de los hermanos Haro Ibars. Compañeros en desdicha fueron Eduardo Benavente, Toti Arboles, Ulises Montero, Javier Luis Encinas -Moro-, Poch…

Cuesta hoy hacer un listado que distinga entre muertes naturales, muertes accidentales y muertes debidas a una acelerada forma de vivir. Las sobredosis o el sida acarrean un estigma que incomoda a amigos y familiares; se prefiere cualquier subterfugio. Los eufemismos y las mentiras son una defensa contra las moralejas fáciles: las muertes más llamativas provocan recriminaciones automáticas contra el carpe diem del movimiento. Incluso parte de la izquierda ha tirado con bala, aquejada de lejanos resquemores por haber perdido a su parroquia juvenil y, quizá, por no haber disfrutado de la fiesta.

Imposible negar que la tasa de mortalidad entre los músicos ha sido superior a la de otros sectores, aunque hubo pérdidas notables en el mundo del arte (los dos Costus, el galerista Fernando Vijande), el cine (Félix Rotaeta) o la moda (Manuel Piña). Antonio Vega, ex componente de Nacha Pop, cree que aquélla era una generación particularmente vulnerable: "Descubrir la heroína fue algo acojonante. No teníamos precedentes, no se veían yonquis tirados por la calle. Estábamos seguros de haber encontrado la solución para paliar todo lo desagradable de la existencia. Pasaron años antes de comprender que aquello tenía trampa". La desinformación no era exclusiva de los músicos. El cineasta Iván Zulueta recuerda en Sólo se vive una vez, indispensable libro de José Luis Gallero, que "llegabas al caballo convencido de que no era como decían. Pensabas: seguro que es como el sexo y todo lo demás. Pues, por una vez, era verdad".

Para los supervivientes, más que lecciones morales quedan perplejidades. Muchos que caminaron por el filo de la navaja continúan dando guerra, mientras que otros que se cuidaban tuvieron finales prematuros. La tragedia de Alcalá 20 (78 muertos en 1983) todavía hace temblar a los que solían ir a la discoteca y aquella noche se encontraron con el cartel de "aforo completo". Sólo queda suspirar, agradecer haber salido indemne de tantas situaciones de riesgo y procurar impedir la manipulación de los muertos. Tras la desaparición (2002) de Carlos García-Berlanga, su cómplice en Pegamoides y Dinarama, Alaska se horrorizaba del tratamiento mediático: "Más que lamentar la desaparición de un talento, lo que procedía era un titular como 'la movida se muere'. Es muy fuerte que te llamen para avisarte de que Carlos ha muerto y, de paso, pedirte que escribas un textito de 30 líneas".

La 'vedette' y la baja costura

Antonio Alvarado: 49 años. Alicante. Diseñador de moda. En 1981 presentó Baja Costura en Rock Ola. Comisario de exposiciones. La última, 'TotalChic', con piezas de fina bisutería. Siempre trabaja en su siguiente desfile. Bibiana Fernández: 51 años. Tánger (Marruecos). Actriz.

Rollos de toallas La Gaviota robados en los bares, manteles del hotel Palace, lycra negra de Menkes y "cuatro esparadrapos". Con semejantes materiales, Alvarado ideó Baja Costura. "Una buena colección, o por lo menos diferente". Para entonces, todos sabían ya que en uno de sus desfiles podía suceder cualquier cosa. Por ejemplo, que se celebrase en una sala de conciertos. "O que empezase tarde porque los trajes estaban terminándose", recuerda Bibiana. Además de amiga, inmejorable maniquí para sus vestidos. "Recuerdo uno que me regaló, que sólo podía llevarlo después de una dieta. Si no estabas en hueso 'pelao' te salía la chicha, y no era plan". Ambos habían llegado a Madrid a conquistar el cielo: Bibi Andersen, la 'vedette' de revista y futura 'chica Almodóvar'; Antonio, el representante de una nueva forma de vivir la moda en España. Se conocieron en "esas noches largas, eternas de Madrid". Con el tiempo han llegado a ser "casi familia". Y si no al cielo, al menos han llegado a este aniversario. ¿Cómo se resumen 25 años? "En unas cuantas canas más en sitios que no merece la pena descubrir", responde Antonio.

Mil veces superviviente

Antonio Vega: 47 años. Madrid. Compositor y cantante, al frente de Nacha Pop, de 'Chica de ayer', uno de los himnos de la movida. Acaba de publicar su quinto disco en solitario, '3.000 noches con Marga'.

Entre una fotografía y otra faltan varias resurrecciones. No es sólo el viaje que va del chico confiado de los pantalones rojos al héroe desdentado sobre la barra del bar. Es que, si se miran bien, cuentan una historia de supervivencias: a un éxito de ocho años al frente de Nacha Pop, grupo que formó en 1979 con su primo, Nacho García Vega; a la Chica de ayer; a una carrera en solitario en la que cada paso se anda con tremendo esfuerzo. Y a su pertinaz equilibrismo en el filo. Ahora, un secreto a voces para enterados; luego, un dato asumido con resignación. Siempre, un incómodo compañero. El que hace que cada capítulo de su historia sea una buena noticia. La última se titula 3.000 noches con Marga y ha devuelto la esperanza a sus fans. Un disco escrito, producido y tocado para su compañera Marga del Río, fallecida en 2004, con la que compartió veladas y "un entendimiento de la vida como algo a ejercer con intensidad". Hoy, sentado ante una foto de la época del segundo disco de Nacha Pop (1982), recuerda una movida a la vez triste y divertida. "Lo que no sabíamos entonces es que tanta euforia iba a traer consigo una gran factura emocional".

Canción para una película

Johnny Cifuentes: 50 años. Madrid. Voz y teclados de Burning, "los Stones de La Elipa". Ha cumplido 30 años en activo. Fernando Colomo: 59 años. Madrid. Director de cine y televisión. Autor de '¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste?', con tema central de Burning.

"Actuación de Burning para una película. Entra. Es gratis", decía el cartel. Entonces (el Madrid de 1978) como ahora, fue la última frase la que convirtió la convocatoria en un éxito. Dentro de un salón de actos, Fernando Colomo, puro nervio agarrado a un megáfono, daba instrucciones a los extras de su segundo largo. Entre los 15 figurantes fijos, Almodóvar; sobre el escenario, Burning, todo actitud, tocaban ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste?, tema que dio título al filme. O viceversa. "Teníamos el guión y buscábamos una canción", recuerda Colomo. "Entonces, Ordovás nos recomendó a 'unos tíos de La Elipa". "Nos pasamos todo un fin de semana componiendo un estribillo adecuado para un título tan largo", interviene Johnny. "El lunes le dijimos: 'Toma. Es una canción cojonuda". Y tanto. Sería el gran éxito de la banda. Sonidos tempranos de una ciudad a punto de estallar. Luego, sus pasos divergieron. Colomo, hacia la comedia madrileña. "La movida pasaba de noche, cuando yo ya dormía", se excusa. Johnny, al evangelio excesivo del rock. Ahora dicen que se ven cada cierto tiempo, "seis o siete años". Y se ponen al día: de sus hijos adolescentes, de las facturas de la vida (demasiadas; en treinta años, Burning ha perdido a dos de sus miembros, Pepe Risi y Antonio) y de sus proyectos. Fernando le da vueltas a un guión sobre paquistaníes en Lavapiés. Johnny, a una idea de revisar los éxitos de la banda en acústico.

Los chicos de la prensa

Jesús Ordovás: 57 años. Ferrol (A Coruña). Locutor de 'Diario Pop', en Radio 3, desde su fundación en 1979. Moncho Alpuente: 55 años. Madrid. Periodista, músico y escritor. Cronista de la movida. Fundador de la revista 'Madrid Me Mata'.

Sostiene una corriente de la movidología que la dichosa palabra, que irrita a parte de sus protagonistas y hace un servicio al resto de los mortales, fue cosa de Ordovás. "Escribía una página en los setenta que se llamaba Movidas poprockeras". Por aquella época compartía con Moncho Alpuente la fascinación por una nueva generación. Por esos críos que preferían el punk al jazz rock y las anfetaminas a los porros. Ambos se pusieron a predicar sus descubrimientos. Ordovás, a los micrófonos de Radio 3, plataforma de nuevos grupos, y Moncho, en las páginas de EL PAÍS y como tutor de la coordinadora Prensa Marginal Madrileña (Premamá). Luego (1983) llegaron publicaciones como La Luna o Madrid Me Mata, que fundó Alpuente junto a Óscar Mariné en 1984. "Una revista visual en el que dábamos tribuna a la última petarda", recuerda. Ahora, como entonces, se dedica a escribir, tocar en directo y elaborar teorías como ésta: "La nueva ola saltó a los medios porque coincidió con el divorcio de la primera mujer de sus redactores jefe. Como salían por la noche vieron que pasaba algo. Todo se acabó con el segundo matrimonio". ¿Y Ordovás? Bueno, él no ha cambiado apenas. "Sigo yendo a unos cuatro o cinco conciertos al día y continúo pinchando Enamorado de la moda juvenil. Me hace sentir joven".

Nadar a contracorriente

Fernando Márquez, 'el zurdo': 48 años. Madrid. Compositor y cantante. Miembro de Kaka de Luxe, Paraíso y La Mode. Kiki d'Aki: 50 años. León. Vocalista de Las Chinas. Borja Casani: 51 años. Periodista y editor. Fundador de 'La Luna de Madrid'.

Estas tres personas, probablemente sólo compartan una cosa: se sienten cómodas en el terreno de la paradoja.

Fernando Márquez ha sido siempre considerado el intelectual de la movida, aunque nunca pasó de COU. Fue miembro de Falange Auténtica en los ochenta (y eso le convirtió en blanco privilegiado de las críticas) y hoy se entretiene leyendo a Stalin.

Kiki d'Aki trabajaba por el día en la biblioteca del Colegio de Médicos y por la noche vivía la vida de una estrella del pop al frente de Las Chinas. Y cumplidos los 50 ha grabado más canciones que cuando era joven.

Borja Casani iba para pez gordo del departamento de marketing en Fiat y terminó fundando una galería de arte y una revista, La Luna de Madrid, que estaba llamada a ser el Village Voice madrileño y se quedó en una publicación moderna e imitadísima.

Pensándolo bien, quizá les una algo más: los tres han logrado con los años su lugar en el mundo. El Zurdo, como compositor a sueldo de una pequeña discográfica independiente; Kiki, como la dueña de un universo particular de canciones delicadas que ha registrado en dos discos en solitario, y Borja, como editor de DVD-libros artísticos. En la movida también existió la clase media.

Creciendo en público

Bernardo Bonezzi: 39 años. Cantante de Los Zombies entre 1978 y 1981. Compositor de bandas sonoras. Ganador de un Goya en 1994. Prepara un disco en solitario.

A los seis sabía tocar la guitarra; a los ocho, adoraba a Bowie; cinco años después se había convertido en líder de un grupo decisivo, Los Zombies. Grabó Groenlandia, su gran éxito, con 15, y sin cumplir la edad para votar, ya se había reinventado como compositor de bandas sonoras en las primeras películas de Almodóvar. "Aquella época fue especial porque se mezcló con mi adolescencia", aclara. "Para mí hubo dos partes en la nueva ola madrileña: hasta 1981 y después, cuando llegó la instrumentalización política". Tierno Galván, Joaquín Leguina y la caravana a Vigo. Tiempo de temerarias iniciativas institucionales como meter a 200 modernos de Madrid en un tren con rumbo a la hermanación con la escena de la ciudad gallega. "Me gustaría dejar claro que yo empecé antes, en 1978", se apresura a decir. Bernardo Bonezzi siempre llegó el primero. Un campeón mundial de la precocidad. No extraña que ahora, a sus 39 años, asome el hartazgo del veterano. Tampoco son raras sus ganas de abstraerse de los encargos y concentrarse en su segundo disco de música instrumental. Su proyecto más personal.

El dandi del R5

Sigfrido Martín Begué: 45 años. Madrid. Pintor y arquitecto. Ultima una exposición de su obra pictórica en Roma.

Un estudiante de arquitectura con traje italiano de los cincuenta. Un pintor amante de la ópera y coleccionista de corbatas en un mundo de medias rotas y eyeliners criminales. "No te confundas. Entonces, cada uno iba de lo que quería. De punk o de mod. Y si te apetecía de facha, pues de facha". Cualquier cosa para luchar contra "la grisez" de la época. Un combate que en su círculo se libraba continuamente. Cinco amigos -Almodóvar, McNamara, Carlos Berlanga, Bernardo Bonezzi y Sigfrido- y dos escenarios improbables para una revolución: el piso de Bernardo -plató de innumerables creaciones en vídeo que "nunca verán la luz"- y el Renault 5 de Sigfrido. "Pasábamos horas allí", recuerda. "De casa de Bernardo al Rock Ola. De Torres Blancas a Somosaguas, donde vivía Carlos. Todo parecían enormes distancias". En los semáforos, la creatividad brotaba. "Fabio sacaba medio cuerpo por la ventanilla y hacía uno de sus llamamientos", dice. "Quiero aprovechar esta tribuna que me han brindado. Es muy triste, señora, que no le pueda dar a mi hija de pelo rubio, largo y lacio, en estas navidades, ni turrón blando, ni duro". Recita de carrerilla y se ríe de sus recuerdos. "¿En serio vas a poner eso?".

Perfil polifacético

Rossy de Palma: 40 años. Palma de Mallorca. Vocalista de Peor Imposible. Actriz y 'chica Almodóvar'. Espera el estreno de '20 centímetros', de Ramón Salazar. Prepara su disco de debú en solitario.

Acaba de cumplir los 40. Una edad bendita, dice. En la que ya no hay necesidad de lidiar con el mundo. Ni de elegir entre comer un bocata o coger el metro como cuando llegó a Madrid sin un duro. "Una ciudad hospitalaria, pero con un corazón exigente y de hormigón". Era cantante de Peor Imposible, un grupo de Mallorca que suplía las carencias musicales con desparpajo y un nombre que ahuyentaba las falsas esperanzas. "Pese a las penurias, era una época en la que me sentía volar. Y eso que yo no era de las que se drogaban". De día, ensayos, y al caer el sol, trabajos como camarera en los locales más variopintos. En éstas, una noche se le cruzó Pedro Almodóvar. Al día siguiente era la actriz que aparece en los créditos de La ley del deseo como Rossy von Donna. Una presencia que lograba levantar murmullos en la sala de cine. El diseñador Manuel Piña la bautizó de nuevo, y, voilá, Rossy de Palma, el personaje, estaba creado. Los lugares comunes sobre él, también. Que si rasgos picassianos, que si la musa de la movida. "¿Sabes?, la mayonesa es la única musa que hay".

Surfistas de la 'nueva ola'

Servando Carballar: 44 años. Madrid. Fundador en 1978 de El Aviador Dro, grupo pionero de 'tecno' español. La banda acaba de editar 'Confía en tus máquinas'. Rubi:

49 años. Buenos Aires. Cantante de Los Casinos. Su canción 'Yo tenía un novio (que tocaba en un conjunto beat)' fue uno de los grandes éxitos de la movida. Víctor Aparicio: 47 años. Tui (Pontevedra). Líder de Los Coyotes. Tiene un estudio de diseño gráfico.

Tres músicos. Tres formas de surcar lo que se dio en llamar la nueva ola madrileña. Y tres carreras aún en activo. Servando Carballar estuvo desde el principio de El Aviador Dro y Sus Obreros Especializados, una banda que se decía salida de una fábrica de cyborgs. Un batallón de maquinistas y anarco-provocadores que cantaba las bondades de la energía nuclear y soñaron con DRO, un negocio en el que cabían las discográficas independientes. Rubi llegó de Argentina en 1976, huyendo de la dictadura de Videla, con su marido, el difunto Joe Borsani, y su hija de dos años, Juana. Partió de un local de ensayo de la calle Casino, en Lavapiés, a las listas de éxitos como la novia de un músico beat. Y Víctor Aparicio, líder de Los Coyotes, una batidora que mezclaba salsa, rockabilly y punk. "En la nueva ola estaba todo el espectro de la música. Siempre que cupiese en una canción de tres minutos", explica este último. Pese a lo diferente de sus propuestas, algo les une: los tres comparten carreras parecidas. El éxito moderado en los ochenta, el bache y la readaptación en los noventa, y una actitud ante la vida que les permite seguir en la brecha un cuarto de siglo después. Mientras Víctor compone su nuevo álbum y Rubi es una abuela orgullosa que prepara un disco de homenaje a Françoise Hardy, Servando sigue predicando la rebelión de las máquinas.



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