En vez de mostrar las cosas tal como son y llamarlas por su nombre, lo que se lleva es entintarlo de toques seudo filosóficos-sociológicos, y titularlo con grandilocuente desparpajo, carente en ambas acepciones de pudor alguno. Esto ocurre con la exposición de la Sala Rekalde de Bilbao. Se trata de la participación de una veintena de artistas. Hay de todo: fotografías, videoinstalación, pintura acrílica y al óleo, super 8 transferido a DVD, papeles, madera, plantas, vídeo, instalación documental, y más, y más y más. Los trabajos no tienen relación alguna unos con otros, ni siquiera existe un hilo conductor. Sin embargo, eso no es óbice para que lo titulen como La insurrección invisible de un millón de mentes, al tiempo que se presentan como los trabajos de veinte propuestas para imaginar el futuro.
Más nos vale descreer del enunciado del título y de la intención espuria de pensar que estamos en la mejor disposición de imaginar el futuro. Lo que procede es situarnos en la realidad de lo que vemos. Esto es: ante a una serie de trabajos donde prima la variedad de temas, realizados por muy diferentes facturas. Y así los vídeos del iraní Solmaz Shahbai llevan una intencionalidad social, por encima de los que firma el turco Fikret Atay, y muchos más que el vídeo basado en una perfomance de una clase de baile funk, impartida por la artista estadounidense Adrian Piper. Los siete óleos sobre lienzo de Anita Fricek no pasan del discreto, en tanto el mural del inglés Nils Norman (lápiz y acrílico sobre pared), que conforma el mural de la entrada, no va más allá de lo ilustrativo simpático. La tela transparente y el letrismo en spray del sueco Christian Andersson es un soplo de curiosa y sutil evanescencia. El danés Tommy Stockel bascula entre las esculturas al modo de sincopados mecanos geométricos y los diminutos collages fotográficos llevados a la pared...
Las dos más acrisoladas aportaciones al todo las ciframos en los mapas teóricos de Malevich (1878-1935) y las litografías de El Lissitzky (1890-1947), pero sin llegar a entender su encaje en ese extraño totum revolutum.
Lo que sí se entiende es la doble situación en la que el espectador se ve envuelto. Por un lado, la variedad de propuestas le introduce dentro de un mundo semejante al espíritu de todo a cien. La diversidad parece poseer un atractivo en sí misma, al punto de impedirle centrarse en analizar cada obra por separado. Por otro lado, percibe que no pocas veces por el hecho de poner las cámaras de vídeo frente a cualquier emplazamiento, con personas o sin ellas, quien lo realiza, emite y firma cree que los demás son testigos de su "milagro sensacional". Mas no todo lo filmado vale. Aunque parezca una obviedad, sólo vale lo que vale. Lo demás es un gulusmear estéril en derredor del verdadero logro artístico.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 2 de mayo de 2005