La agricultura tuvo un gran peso en la sociedad catalana en los años que precedieron al estallido de la Guerra Civil. Por aquel entonces, el 60% de la población activa de Cataluña trabajaba en el campo, donde ya había arraigado una cierta tradición de lucha social.
En aquella época, la tierra era de unos pocos y la gran mayoría de los campesinos eran arrendatarios, aparceros o jornaleros. Éstos se rebelaron contra las condiciones abusivas de sus contratos de arrendamiento, muchas veces sellados de palabra, que frenaban cualquier intento de reforma agraria y de progreso en el campo.
En abril de 1934, en pleno bienio negro con un Gobierno de derechas en España, el Parlament, donde Esquerra Republicana tenía mayoría absoluta, aprobó la esperada Ley de Contratos de Cultivo, que en la práctica había de permitir que 70.000 agricultores accedieran gradualmente a la propiedad de la tierra que trabajaban.
Esta ley despertó un gran entusiasmo entre los agricultores organizados en torno a la Unió de Rabassaires y un profundo malestar entre los terratenientes catalanes y los sectores más conservadores. Estos últimos, agrupados principalmente en el Instituto Agrícola Catalán de San Isidro, consiguieron que el Tribunal de Garantías Constitucionales la declarara inconstitucional dos meses después, en junio de 1934, por 13 votos contra 10. El tribunal argumentó que el parlament no tenía competencias para dictar una ley como la de contratos de cultivo.
A esta situación de conflictividad política y social le sucedió la revuelta campesina del 6 de octubre y una brutal represión, especialmente contra los agricultores, muchos de los cuales fueron desalojados de sus tierras.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 16 de mayo de 2005