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COLUMNA

El pianista

La profesora de Lengua entra en la clase, deja su cartera sobre la mesa y espera unos segundos a que escampe el bullicio. Toma un trozo de tiza, mira a sus alumnos y escribe en la pizarra: "El discurso narrativo". Propone entonces una situación puntual y pintoresca: "Un hombre joven camina por una carretera de la costa empapado hasta los huesos. Viste traje oscuro. No sabe hacia adónde va ni de dónde viene. No habla. No parece entender idioma alguno. Ante su estado de aguda desmemoria, es ingresado en un centro médico. Después de varios días de inútiles interrogatorios, el joven toma un papel ocre y dibuja en él un piano de cola. Crece el misterio. Alguien lo lleva hasta la capilla del hospital y lo sientan delante del instrumento. De pronto, el joven se transfigura, levanta las manos y comienza a interpretar a Tchaikovski con absoluto virtuosismo durante horas... Y hasta aquí el asunto. Tienen ustedes poco menos de una hora para escribir sobre el tema. Inventen. Zambúllanse en la ficción. Pongan un pasado a este extraño pianista. Desarrollen el argumento que les parezca más coherente".

Al final de la tarde, la profesora de Lengua se sienta junto a la mesa camilla y comienza a corregir las redacciones. Muchas hablan de un joven que cayó al mar desde la cubierta de un lujoso barco. Otras convierten al protagonista en el hijo de un mafioso al que liberan tras un largo secuestro. Sólo al final de ese fajo de folios, escrito sobre papel ocre, encuentra un relato anónimo, intrigante: "Mi nombre, de momento, no importa. Soy un músico fracasado que necesita el aplauso del mundo. Si la fama no me alcanza pronto, seré yo quien vaya en su busca. He pensado en Sheernes, en la costa inglesa. Ya lo estoy viendo: yo, un joven perdido, sin memoria, sin pasado, un trauma aparente, la cabecera de todos los periódicos, la BBC...".

La profesora de Lengua se incorpora y conecta el televisor. El rostro del pianista, extraviado y frágil, ocupa la pantalla de las noticias de la noche. Ella reconoce de inmediato a su propio personaje. Ha vuelto a ocurrir: la vida imita a la literatura; la realidad se sirve de la ficción para seguir rodando.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 19 de mayo de 2005