En los comercios de la céntrica Avenida de Finlandia hay opiniones para todos los gustos sobre una comunidad en general reservada y puntual, dice el tópico. "Los finlandeses son igual de viciosos que nosotros y están locos por la Lotería Primitiva", destaca Carmen Salguero en su quiosco, rodeada de cabeceras de periódicos con nombres imposibles. "Con kiitos (gracias) yo me apaño, pero alguna vez cuando les explico que no hablo finlandés, encima se enfadan... ¿Pero en qué país se creen que están?", critica.
En la acera de enfrente, Samanta Pérez dice en cambio que si surge cualquier problema en su panadería se entienden por señas. "Los encuentro muy simpáticos", añade. Pascual Sánchez tiene su frutería en la Plaza Suomi (Finlandia) y dice que el trasiego de turistas no le afecta. "Los finlandeses comen flores, porque se llevan un tomate, una cebolla y un pimiento. Si fuera por ellos, yo comería aire", se queja.
La relación entre ambas comunidades es discreta y por lo general, salvo con las nuevas generaciones finesas que se han criado en el barrio y dominan el castellano, las distancias se mantienen. La asociación Suomela y la iglesia luterana del barrio organizan la mayoría de los actos colectivos de esta comunidad, como el famoso torneo de voleibol del barrio.
Ulla Anttonen y Jaana Rantala son una excepción. Están ambas casadas con españoles, tienen dos hijos cada una, hablan un castellano perfecto, y comparten el negocio de una clínica de masajes. "Nuestros hijos tienen su futuro aquí y además de la escuela tradicional, los sábados acuden a un colegio del Gobierno finlandés para recordar su otro idioma y cultura". Mikko, Joonas y Liisi estudian a diario en la Escuela Finlandesa, donde si lo desean pueden aprender hasta cinco idiomas diferentes, cuenta el director del centro, Juha. La brecha abierta por la juventud en el barrio parece imparable.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 24 de mayo de 2005