En julio de 1979, ETA asesinó a Jesús María Colomo, mi hermano. Este día me gradué, como el resto de mi familia, con el mismo desgraciado título que el que tiene por ejemplo el señor Alcaraz. En aquellos días ningún partido político se movilizaba en defensa de las víctimas (creo recordar que ni tan siquiera nos reconfortaron con un rutinario pésame). En el funeral de mi hermano me vi obligado a arrebatar el micrófono al oficiante para enviar un mensaje a los únicos que se manifestaban entonces, que no eran otros que las bandas de extrema derecha. El mensaje era rotundo: no aprovechen, no se aprovechen del asesinato de mi hermano, no rentabilicen nuestro dolor.
El dolor mío, el de mi familia, era un dolor absoluto. Absoluto e intransferible. Por eso la suma del dolor de muchas víctimas no modifica para nada el resultado final que es igualmente de dolor absoluto. Por eso la representación de las víctimas por parte de quien sea (que puede ser útil desde un punto de vista administrativo) no amplifica en modo alguno la representatividad social y moral de una sola víctima. Por eso, al menos con la misma autoridad moral que ustedes se arrogan, yo les pido: no nos representen, no nos instrumentalicen.
La barbarie terminará un día en nuestro país. Es seguro que el único precio político lo pagará ETA que verá derrotada su estrategia del terror como forma de participación política. Ellos lo saben y lo temen. Es la hora de la inteligencia política y de la generosidad de las víctimas para intentar perdonar lo imperdonable. Es seguro también que no es camino acertado el de enfrentar un nacionalismo rancio contra otro nacionalismo fanático y bárbaro. Demasiados patriotas juntos. Son como los dos pedales de una misma bicicleta que nos impulsan hacia ninguna parte, o quizá hacia un escenario todavía peor.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 29 de mayo de 2005