Verdad y amor son palabras que utilizamos con tanta ligereza que hemos olvidado su significado, propiciando esto una jauría de mercenarios, acreditados académicamente o no, que se dedican a llenar nuestras mañanas, tardes y noches asegurando ser dueños de verdades ajenas. Los hay profesionales, aunque no por ello menos vulgares, los hay ignorantes, memos, groseros, intentando siempre marcar moda y estilo, innovando en verborrea, poses y otras extravagancias.
Algunos que no saben hablar más que de sí mismos, saltan con demasiada frecuencia la línea que separa las ocurrencias de las idioteces, fruto de programas que a la vista de los resultados más parecen nidos de víboras que casa de hermanos. Todos en posesión de una verdad a cuál más dispar, vociferan como bárbaros, convirtiendo en corral de gallinas lo que pretendía ser charla amena. Maestros en resucitar antiguos y nuevos muertos avivando rescoldos de asuntos pasados, llenan sus bolsillos y nuestras horas vacías.
El cotilleo, casi siempre bienvenido, se ha convertido en un pésimo teatrillo de títeres donde da igual lo que diga cada cual mientras asegure, jure y perjure que ésa es la verdad aun a costa de injuriar, insultar, humillar, demandar o ser demandado, toda una digna escuela de timadores, vividores y caras duras.
Lecciones de vulgaridad repetidas de un programa a otro, de un canal a otro, de un día a otro con las mismas caras y los mismos modos, así está la pequeña pantalla, donde lo más aburrido de las largas horas del estío son los programas de entretenimiento. No estaría mal que si estos individuos tienen que seguir ganándose el pan repitiendo hasta la saciedad las mismas cosas para dar a conocer qué muerto da más vida al programa, a quién le han salido cuernos en la última temporada o quién se baja más las bragas, al menos lo hicieran en un tono de voz más moderado para que cuando nos llegue el sopor que antecede a la tan deseada siesta no nos espabilaran.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 30 de mayo de 2005