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Crítica:

Sin venir a cuento

En Santander se presenta la exposición de arte contemporáneo titulada Blancanieves y los siete enanitos, en la que el comisario propone una muestra integrada por obras con el color blanco como nota dominante e hilo conductor de un relato.

Quien espere, a tenor de la mención explícita del título a uno de los arquetipos troncales del cuento popular, un espectáculo para toda la familia, debería atender a la letra pequeña. Aquella que a renglón seguido describe el asunto en estos términos: "Una exposición sobre la presencia del blanco acompañado de un poco de rojo y una pizca de negro". Pues en rigor, ambas cosas son por igual ciertas en relación a lo tejido en este extravagante proyecto.

Proclama el comisario, y actual director del Museo de Arte Moderno de Francfort, Udo Kittelmann, su creciente desconfianza en el común de las muestras formuladas a partir de un discurso estético, historiográfico o filosófico, por cuanto a su juicio las obras quedan en ellas reducidas a una mera ilustración destinada a avalar la tesis de partida, en detrimento de la "fuerza de la imagen" y la libre respuesta que ésta sea capaz de despertar en la imaginación del espectador. A modo de exorcismo, propone este pintoresco experimento, que elige como excusa o estímulo conductor el susodicho relato de la princesa acosada por los celos de su regia madrastra, del que reivindica su carácter no elitista y que, a su entender, le permite desvincular las piezas presentadas de todo rastro de codificación teórica al uso en el contexto actual del arte, disociarlas incluso de los propios autores, para lograr así, en esa suerte de limbo de inmaculada e inocente pureza, que la obra se defienda por sí misma, como si ése no fuera finalmente el destino común a toda creación.

BLANCANIEVES Y LOS SIETE ENANITOS

Fundación Marcelino Botín

Marcelino Sanz de Sautuola, 3

Santander

Hasta el 26 de junio

No se trata, advierte Kittelmann, de una mera ilustración convencional del texto de los hermanos Grimm. Aunque al punto se desmiente, admitiendo que determinadas obras aluden de forma inequívoca a ciertos elementos del cuento, como ocurre de hecho con la novia niña de Loretta Lux que sirve de reclamo a la muestra, pero en ellas se violenta a menudo, en beneficio de ese vínculo analógico, el sentido original.

En otros casos, el enlace es

algo más oblicuo, al modo de la mención a la ronda de la muerte que establecen la calavera de Katharina Fritsch y un trabajo ya visto, la estancia anegada de vapores macabros que la mexicana Teresa Margolles presentó en la colectiva inaugural de La Casa Encendida. Pero, para la mayor parte de las piezas todo se reduce apenas a la mencionada carta de color: el omnipresente blanco en honor de la protagonista, el salpicado de rojo ¡miren por donde! evocando a los enanos y ese único punto negro, la Ventana de Gregor Schneider trasmutada en tenebroso espejo, pueden imaginarse para quien.

En fin, un código más que elemental como hilo conductor de una selección de interés muy diverso -con piezas de altura, como los Ryman, merecedoras de una empresa de mayor enjundia, y bien sugerentes, como la de Tobias Rehberger, las Almohadas para los muertos de Rei Naito o el zapato de Gober, junto a otras ciertamente engorrosas, como el devastado pavimento de Monica Bonvicini, o que incluso, como el tíquet de hipermercado de Floyer, rozan el chiste de parvulario-, donde bien a menudo la relación con el relato resulta intencionadamente indescifrable, lo que, a decir del comisario, obliga al espectador a enfrentar, sin brújula ni carta de navegación alguna, el enigma de la obra. Mas, si ése era el objetivo, ¿a cuento de qué lo de Blancanieves?

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 4 de junio de 2005