Todos los fines de semana, los medios de comunicación dan el mismo resultado de muertes por accidente de tráfico. Jóvenes y no tan jóvenes dejan su vida, sus ilusiones y sus esperanzas en el asfalto por imprudencia propia o ajena. Desgracias que arruinan la vida de familias enteras, de madres, padres y hermanos, e hijos que quedan huérfanos para siempre. Una tragedia.
Sin duda, son útiles todas las campañas que ayuden a que los conductores tomen conciencia de la responsabilidad que supone llevar un vehículo. También es positivo el aumento de los controles de alcoholemia y el futuro carnet por puntos, pero sería necesario algo más. En la mayoría de accidentes, el factor crucial es el exceso de velocidad, y aquí es donde se debería actuar.
Vivimos en una sociedad frenética en la que todos tenemos prisa para ir de un lado a otro. Habitamos en una cultura de la rapidez en la que hemos convertido la velocidad en un valor social, y eso se nota al conducir. Los jóvenes que cumplen 18 años sólo esperan a sacar el carnet y comprar el vehículo que tenga más potencia porque el coche se ha convertido en un símbolo de posición social.
Para reducir drásticamente los accidentes de tráfico, es preciso que las marcas de coches no los hagan tan veloces. ¿Qué sentido tiene construir vehículos que alcanzan una velocidad de 200 kilómetros por hora si el máximo permitido son 120? Es una hipocresía, y mientras se mantenga, recogeremos muertos de las cunetas cada fin de semana. Algún día podemos ser usted o yo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 5 de junio de 2005