Calles de Bárbara de Braganza y Fernando VI. Jueves de junio, mediodía. Dos sombras cruzan el cielo con un pitido agudo. Una, veloz, se eleva antes de posarse en el suelo y desaparece. La otra, sin embrago, choca contra él y se materializa: es un vencejo.
Me doy cuenta de que dos de ellos pugnaban entre sí. Quien sabe el porqué: el espacio, el alimento, las crías, su vida.
No puede remontar el ave caída. Sus cortas patas le impiden despegar. Su cuerpo se vuelca hacia un lado y luego al otro con violencia, recuerda a una peonza que se tumba, demasiado pequeño para la envergadura de unas alas, corvas como alfanjes.
La fortuna hace bien su trabajo y logro atraparlo sin dañarlo y sin sufrir picotazo alguno. Lo lanzo hacia arriba y su torpeza en tierra se torna de nuevo rauda sombra bajo el imperativo cielo azul. En un instante alcanza donde nunca llegaré, prisionero a ras de suelo, confundido por la razón, siervo del sentimiento. Lo suyo es libertad.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 16 de junio de 2005