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Chemical Brothers se convierten en profetas en la tierra del Sónar

El dúo británico apabulla con sus ritmos a una multitud eufórica

Si un festival ha llevado la electrónica a las masas, ése ha sido el Sónar. Si un grupo ha llevado la electrónica a los estadios, ése es Chemical Brothers. El encuentro entre grupo y festival tuvo lugar en la noche del viernes, y el Sónar tuvo una noche apoteósica vivida por una multitud de 22.000 personas que decidieron bailar perdiendo el mundo de vista al ritmo implacable de los hermanos químicos.

Los Chemical Brothers podrán agradecer al Sónar haberlos programado en un lugar idóneo para su música: un inmenso hangar. Allá desplegaron la contundencia de sus ritmos insistentes, la energía de sus bases, la estética de sus proyecciones digitales mil veces reiterada y la comercialidad de sus melodías para multitudes. Ya el inicio de su concierto marcó un emocionante momento de catarsis colectiva. Entraron los bajos de Hey boy, hey girl y más de 20.000 personas se pusieron a botar al unísono. Un espectáculo que contagiaba.

Otra cosa, ya menos epidérmica, es constatar que Chemical Brothers plantean las limitaciones propias de la electrónica de consumo, la que también parecía llamada a cambiar el mundo. No han logrado superar la necesidad de escenario, su música atiende a liturgias épicas y musculosas -quizá por ello su plataforma en el escenario recordaba un púlpito-, y los trucos remiten a las escenografías de estadio. En el fondo, nada nuevo bajo el sol. Su actuación y las que llegarían más tarde también pusieron de manifiesto un problema en las instalaciones de la Fira 2, sede nocturna del festival, ya que la producción se antoja corta para la cantidad de público que asiste.Lo mejor de la noche estuvo fijado por el azar. Mientras algunos madrugaban para asistir a las manifestaciones en Madrid, Le Tigre montaba un alegato feminista y lésbico en el SonarPark reivindicando el derecho a una sexualidad libremente escogida. El trío no deja de ser una revisión del legado de B'52 mezclada con la actitud reivindicativa de los cantautores. Divertidas y jocosas, aunque en la raíz resultan definitivamente antiguas.

Luego, The Soft Pink Truth también parodió la homosexualidad con un concierto lleno de sentido del humor e ironía. La misma que usó Jaime Lidell, otro que apela al humor, para salirse por la tangente y esquivar su último disco, de orientación soulera, y montarse un concierto a base de ritmos escuálidos y sampleo de voces. Por su parte, Roisin Murphy ofreció en su debut mundial una de cal y otra de arena. Estilo le sobra; concreción musical para mostrarlo, no.

Y para finalizar, no puede ser olvidado Jeff Mills, uno de los símbolos de lo que es y representa el Sónar. Es cierto que cada año hace lo mismo, pero también lo es que cada año lo hace bien. Parece que su ritmo no puede subir más y con una simple pulsión de su dedo, de los platos brota una espiral de sonido que aún tiene más energía. Mills es a la música electrónica lo que el románico a la arquitectura: austeridad y eficiencia.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 19 de junio de 2005