Tras el impacto dado en el tercer festival de danza contemporánea de la Bienal de Venecia por las chinas Gao Yanjinzi y Luo Lili, le ha tocado ayer y anteayer el turno a dos canadienses ya consagradas y maduras: Louise Lecavallier con Cobalt-Rouge y Marie Chouinard con Body remic / Goldberg variations. Chouinard ya no baila, coreografía y hace las fotos; Lecavallier sigue en escena, ritualizada bajo las influencias de Robert Wilson.
En ambas el espíritu transgresivo de décadas pasadas ha dado paso a la ampulosidad manierista de las grandes producciones. No hay más que recordarlas en festivales madrileños hace 15 años: Chouinard con sus solos de animalística fantástica y Lecavallier como musa de Edouard Look en La human steps. En ellas adquiere sentido el lema de esta bienal: Body attack, aunque también se puede hablar de cuerpo vulnerado o tenido en cuenta sólo como usufructo temporal; un disfrute que sacrifica la intención y hasta la altura estética y moral de los espectáculos, que reduce con los brillos tecnológicos las esencias posibles y necesarias en toda obra de arte escénica que se considere viva.
Lecavallier viene con tres performers, uno de ellos japonés, y juega a la diva: maquillada de blanco, con un traje que la hace ser una princesa en ruinas de Kurosawa, moviéndose con esa belleza andrógina y desafiante. La base electroacústica y el clarinete de Yannick Rieu ayudan al hechizo.
Chouinard sigue inmersa en ese neosurrealismo que la hace ser irónica con el ballet, los tutús y las zapatillas de punta, que hace usar hasta a los hombres. Ayudados los bailarines por bastones de esquí, un taca-taca y muletas crean figuras complejas y plásticas; el discurso va siempre ligado a la fantasía, el accesorio es una prolongación de ese incubo al que redime cierto humor. La banda sonora, obsesiva y dura, con un Glend Gould que habla de sí mismo y fragmentos de sus legendarias Variaciones Goldberg, completa el cuadro.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 20 de junio de 2005