¿Puede un ecologista ser socio del Valencia Club de Fútbol sin volverse loco? ¿Y un ciudadano razonablemente reacio a la especulación? ¿Es posible mantener a la vez la afición a un espectáculo deportivo y la sensatez? ¿O compatibilizar la adhesión a los colores de un equipo con la democracia y la pluralidad? Las respuestas obvias devienen dudosas y adquieren perfiles de lo más inquietante ante la deriva que el discurso forofo, por llamarlo así, ha adquirido desde que la sociedad anónima deportiva está controlada por el constructor Juan Soler y se han desbordado las fronteras de la moderación. Peñistas del Valencia defendían el sábado, frente a los integrantes de la plataforma contraria al proyecto, el plan urbanístico de Porxinos, una operación especulativa éticamente impresentable y probablemente ilegal, ante el pleno municipal de Riba-roja, que la aprobó. Lo hacían enfundados en camisetas de color naranja, en nombre del club y de su futura ciudad deportiva, como si no fueran ambos la coartada del pelotazo indecente que se esconde detrás. El alcalde del PP, Francisco Tarazona, se jactó al final de que hará rico al pueblo y de que, gracias al Valencia, el nombre de Riba-roja ya lo conocen en China y Japón. Su grotesca justificación buscaba el calor de esa hinchada mediática desde la cual se ha llegado a jalear, como ha hecho algún periodista sin pestañear, al consejo de administración para que, si el equipo necesita más fichajes caros, "dé otro pelotazo, y haga otro PAI". Endeudado y excitado, el Valencia se adentra, de la mano de sus propietarios actuales, en un terreno de abusiva colonización, ya no sólo del imaginario colectivo, sino del territorio urbanizable, de la política y de la ciudad. Monta para ello el caballo de Troya de la afición y esgrime ese disolvente del juicio fabricado con las sacudidas de pasión de alto voltaje que proporciona la competición de masas. El futbolismo, como ideología de la pulsión liguera, un sucedáneo del capitalismo salvaje al servicio de una casta inmobiliaria que ha perdido el rubor, opera a sus anchas en la sociedad valenciana que dirige, que hace como que dirige, o cree que dirige, Francisco Camps.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 27 de junio de 2005