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Crítica:

Inútil idealismo

El escritor surafricano Damon Galgut ha escrito una novela que plantea asuntos como la mística por la profesión, el idealismo, la rutina, la mediocridad, la desconfianza y la resignación. Y entremedias amores secretos, dosis de intriga y un ambiente político opresivo. Es la historia de un médico joven y optimista que llega a un hospital rural rodeado de su propio mundo.

Presentado en la estela de Coetzee, incluso enfáticamente señalado como su heredero, el surafricano Damon Galgut (Pretoria, 1963) no tiene con el autor de La edad de hierro más relación que la pertenencia a un mismo país y ocuparse en sus novelas del mismo ámbito geográfico y político. Sólo superficialmente estas comunes características pueden verse como semejanzas. Sus procedimientos narrativos son tan distintos que se diría que practican poéticas opuestas. Donde Coetzee es preciso, Galgut es ambiguo; Coetzee desdeña los efectos de la intriga, Galgut escamotea información al lector para suscitarle curiosidad; los personajes de Coetzee padecen un exceso de suficiencia, lo que les lleva a la anulación social; previamente invalidados, los personajes de Galgut observan la realidad política sin implicarse en ella; la prosa de Coetzee es convulsa y escabrosamente moralista; el estilo de Galgut es distante y racional; Coetzee no sería escritor sin Dostoievski, cuya sombra le permite respirar en las tinieblas; en Galgut se siente a Kafka y Camus, pero rebajados a la convención de autores de best sellers.

EL BUEN DOCTOR

Damon Galgut

Traducción de Jordi Fibla

RBA. Barcelona, 2005

269 páginas. 17 euros

Como la población en la que transcurre la acción, "concebida y planeada sobre el papel", El buen doctor está bien planificada, con igual artificio, con las dosis justas de intriga, desgracia, amores secretos, y su punto de confrontación de clases. La incorporación a un hospital rural de un nuevo médico, joven e idealista, desata en el narrador, un médico interno que "nunca había sentido una vocación ardiente", el fastidio de una amistad que le obliga a plantearse su cínica acomodación a las rutinas del hospital. Pero el idealismo del nuevo médico está tratado como una acepción de la inocencia, incluso de la torpeza, de tal modo que la novela parece estar escrita como una condena de cualquier esfuerzo de mejora social.

De El buen doctor se puede decir, con toda generosidad, que es una narración eficaz, si atendemos a su propósito de describir el proceso que lleva a su protagonista y relator de la mediocridad aceptada a la "falsa paz de la resignación". No hay duda de que, en esa orientación, es una buena radiografía. Pero resulta malograda en su desenlace, al deleitarse en que lo malo conocido será forzosamente peor. Esta adscripción a la infelicidad tiene una raíz metafísica, discordante en un espacio políticamente opresivo, carente de libertad de opinión y decisión, y suscita la sospecha de que Galgut mezcla ruidosamente psicología y política, sin decidirse por una vía intermedia. Y, lo que es peor, sin realzar debidamente la influencia de la política en la determinación de su personaje. El poder es así ominoso, y cuando se encarna en un grupo de militares, el narrador no se atreve a precisar la verdadera magnitud de un ejército que opera impunemente. De haberse inclinado por una vertiente más netamente psicológica, El buen doctor hubiera sido una obra en la estirpe existencialista. Sin embargo, deja demasiadas cosas en el aire, acaso con la intención de que el lector añada la información que falta; Galgut señala el mal con el dedo, pero se resiste a especificar su concreta realidad: la miseria, los asesinatos, los secuestros. La novela es tan nebulosa que parece fruto del tedio vital del narrador, y hay razones para pensar que sucede más en su cabeza que en las salas de un hospital.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 9 de julio de 2005

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